El viernes 20 de septiembre, miles de niños y niñas volverán a salir a las calles en nombre del planeta, y esta vez pedirán a los adultos que se unan a ellos. La filósofa Joëlle Zask reflexiona sobre cómo la conciencia y lucidez de los jóvenes manifestantes por el clima hacen resurgir los conceptos de minoría y mayoría en la sociedad política. Considera que frente a la irresponsabilidad de los adultos que les rodean —desde consumidores pasivos hasta industriales sin escrúpulos y gobiernos que no responden— los niños son los guardianes del futuro de la humanidad.

Somos el futuro sin voz de la humanidad… No aceptaremos una vida con miedo y devastación.

16 de marzo de 2019. Mientras los «chalecos amarillos», los alborotadores y los daños en los Campos Elíseos dominaban los titulares en Francia, 350 000 jóvenes franceses se manifestaban en todo el país; parte del millón y medio de jóvenes de todo el mundo —desde Australia, La India y Rusia hasta Bélgica, Corea del Sur y Canadá— que participaron en las Huelgas Juveniles por el Clima. Los días 15 y 16 de marzo hubo cierta cobertura, pero poca en los días posteriores. [1]

24 de mayo de 2019. Dos meses después, 1,8 millones de jóvenes salieron a las calles en más de 125 países, en protestas programadas para coincidir con los votantes de la Unión Europea que acudían a las urnas. La movilización y la calidad de estos movimientos juveniles —que han estado protestando, haciendo campaña, organizando sentadas, planificando acciones a través de las redes sociales y haciendo huelga— es la verdadera buena noticia de hoy. Lo que quieren no es más dinero en sus bolsillos o dimisiones del gobierno, sino acción política, de la que se sientan parte, a favor de una regulación vigorosa e inmediata de las actividades cuyas consecuencias están haciendo, o van a hacer, que el planeta sea inhabitable.

En el mundo médico, es bien sabido que cuanto más jóvenes son las personas, más conscientes son de la realidad de la muerte y de su capacidad para afrontarla. Por otro lado, cuanto mayor se hace la gente, más dificultades tienen para comprender y aceptar la idea de la muerte, como si con el paso de los años se desarrollara una creencia subyacente en la inmortalidad. Los que marchan por el clima, que han estado en huelga escolar un día a la semana desde el otoño de 2018 y protestando en nombre de todos los seres humanos, una ciudadanía global que no encuentra otro lugar donde establecerse, son niños y adolescentes. Dada la rectitud de sus consignas y conciencia ambiental, la relevancia democrática de sus organizaciones, la claridad de sus declaraciones y la sinceridad de su compromiso, minoría y mayoría parecen haberse invertido por completo.

Un menor, según el ensayo de Kant «Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?», es alguien que carece de coraje, que quizás ve las condiciones para la libertad pero no tiene la fuerza moral para ponerlas en práctica; alguien que, en lugar de actuar y enfrentarse a las reacciones impredecibles y potencialmente negativas de los demás, se limita al papel de seguidor o espectador. Es el ser perezoso, cobarde e irresponsable que vive en un mundo donde el contacto con la realidad es lo más limitado posible. En lugar de actuar, se actúa sobre ellos; en lugar de pensar, se piensa en ellos; en lugar de hablar, se habla de ellos. Ellos también quieren formar parte. El menor es colectivista. En lugar de conectarse con el mundo, lo respaldan y desaparecen en él.  Su sumisión a tal o cual autoridad, incluida la de la mayoría, es sin duda un signo de debilidad de carácter o de falta de iniciativa. Es también la fuente de consuelo psicológico que Gustave Le Bon vio a través del fenómeno de la multitud, y en el que Tocqueville, a través del fenómeno de la «pasión por la igualdad», vio un peligro significativo para las democracias liberales. También predijo que su poder para distorsionar los ideales democráticos aumentaría considerablemente con el crecimiento del capitalismo industrial.

El «consumidor», que no es el objetivo del aumento de capital, sino más bien el medio, le ha dado la razón. Son los consumidores los que han enriquecido a promotores e industriales sin escrúpulos que agregan sustancias adictivas al tabaco, ponen sustancias químicas cancerígenas en los pañales y biberones de los bebés, contaminan los ríos y el suelo y destruyen los bosques. Son estos asesinos en masa los que, a pesar de los riesgos conocidos para la salud y el medio ambiente, no dudan, como dicen los jóvenes, en «destruir el planeta» y crear un «mundo sin futuro». Los niños y adolescentes que marchan por el clima no están equivocados. Entienden que la idea del ciudadano como consumidor insatisfecho —incluso cuando se trata de decisiones políticas con las que no está de acuerdo— que se mantiene en una situación de minoría por su dependencia y miedo a destacar, debe ser sustituida por la de un usuario activo e informado que se comporta como un ciudadano ilustrado.

Aquellos que, por su edad, no pueden votar ni ocupar cargos electos, están redescubriendo el significado de la vida política.

Los jóvenes implicados en Juventud por el clima en Bélgica, Sustainabiliteens en Canadá, Little Citizens for Climate en Francia, el movimiento global Fridays For Future, los estudiantes de cientos de institutos y universidades de todo el mundo que han estado dedicando un día a la semana a la lucha, lo que justifican porque «estudiar para un futuro que no existirá no tiene sentido», estos son los mayores de nuestro tiempo.[1] Estos jóvenes están reescribiendo las reglas para aprovechar el compromiso cívico, ético y político. Sus consignas son: justicia climática, ecología, solidaridad global, preocupación por las generaciones futuras, reforma radical del sistema y emergencia climática y ambiental. Encaran la realidad y afrontan la finitud y la muerte sin filtros: «La ignorancia no es felicidad. Es la muerte. Es un crimen contra nuestro futuro».

Es una gran sorpresa que sean los niños los que conforman la sociedad democrática que reclamó el filósofo John Dewey.  En su libro de 1927, La opinión pública y sus problemas, manifestaba que la opinión pública pasiva, en otras palabras, un conjunto de personas que se ven afectadas por la interdependencia de las actividades humanas, se transformará en una opinión pública activa, es decir, un conjunto de personas que ayudan a establecer las condiciones de su propia existencia. Esta transformación, señaló, lejos de ser automática o simple, requiere un autogobierno teórico y práctico. La sociedad debe «descubrirse» a sí misma, sus miembros deben comprometerse unos con otros, intercambiar opiniones, investigar las causas de su sufrimiento y luego organizarse para presionar a sus representantes a fin de que regulen de manera rigurosa las actividades que les afectan.

Los jóvenes son el colectivo más cualificado y valioso. Aquellos que, por su edad, no pueden votar ni ocupar cargos electos, están redescubriendo el significado de la vida política, a la vez que se alejan del victimismo, el compromiso criminal, el recurso automático a los tópicos vulgares y la política de esperar a ver qué pasa. A través de las redes sociales, los institutos, el boca a boca y de aquellas figuras cuyo trato como héroes por parte de los medios de comunicación choca frontalmente con el espíritu de sus movimientos, los jóvenes se están uniendo e identificando sus intereses comunes. Al evitar intermediarios de cualquier tipo, ya sean partidos, autoridades o medios de comunicación (cuya discreción hacia ellos ha sido escandalosa), han logrado coordinar sus compromisos y discursos públicos en sus propios términos. El poder retórico de sus palabras no reside en su elocuencia, sino en su claridad y sinceridad.

Lo que también es impresionante es que, en lugar de limitar sus demandas a sus intereses particulares, los jóvenes están utilizando un lenguaje que interpela a todo el mundo. Poco a poco están traspasando las barreras de clase, nacionalidad, estatus, raza y fe, no porque estén imbuidos de generosidad o bondad, sino porque entienden que estas divisiones imperantes son la causa misma de nuestras cada vez más escasas oportunidades en la Tierra. Por lo tanto, no necesitan apelar a un sentimiento de solidaridad humana que pueda trascender las diferencias, ni imaginar que es posible una conexión entre todos nosotros. No son ingenuos. No sólo saben que el mundo está tan dividido que una parte de la población puede concebir, sin pestañear, la aniquilación de miles de millones de seres humanos, sino también que el deseo de encontrar una solución que combata la división haciendo hincapié en lo que tenemos en común sería contraproducente. Implícitamente, han reemplazado el hoy abreviado lema republicano francés de “libertad, igualdad, fraternidad o muerte” por la democrática consigna “libertad, igualdad, solidaridad o muerte”.

Igual de impresionante es el hecho de que no necesitan enemigos comunes en torno a los cuales formar una comunidad. De hecho, no creen que tales enemigos existan. Contrariamente a la tendencia general, no creen que exista un conflicto insuperable entre patronal y trabajadores, negros y blancos, ricos y pobres, hombres y mujeres, padres y niños. Saben que estas oposiciones no dependen de sistemas ideológicos imparables, sino de las circunstancias. Lejos de reflejar leyes sociales universales, son el resultado de las elecciones de la sociedad hechas conscientemente por personas que realmente existen y es importante identificarlas como tales.

Porque, debido a su condición de mayoría, estas personas creen que básicamente no hay víctimas. Ni escépticos del clima ni catastrofistas, ellos creen en la acción conjunta y su capacidad para transformar el mundo. En este sentido, su visión es meliorista, reformista y radical. Su objetivo no es hacer borrón y cuenta nueva, pues parece que la naturaleza —que, en lo que respecta a las condiciones de la existencia humana, está en crisis— se encargará de ello. Más bien se trata de eliminar lo que está destruyendo nuestro mundo desde dentro y de preservar los recursos futuros. Por ejemplo, no dicen que el Acuerdo de París es una farsa, sino que es sólo el primer paso y tenemos que seguir adelante. Al decir que quieren un futuro, también dicen que no quieren que sus hijos sientan por su generación lo que ellos sienten hacia sus progenitores: «Estamos felices de ser la fuerza motriz…», dice Anastasia Martynenko, de Kiev, «porque cuando nuestros hijos nos pregunten qué habéis hecho por nuestro futuro, nosotros tendremos una respuesta».

Su comportamiento hacia los gobiernos es revelador. En lugar de pedirles que se vayan, o de provocar disturbios o violencia, simplemente piden a los gobiernos que actúen. No quieren tener nada que ver con la mítica personificación de la clase dominante, la retórica de que «todos son corruptos» y de quemar las imágenes de los despreciados. Cuando miran a los políticos, no es porque sean obedientes. Contrariamente a la visión de Kant, no están polarizados entre la obediencia a las normas como individuos particulares (por ejemplo, hacen huelgas escolares) y el libre uso de su razón como ciudadanos, una condición de la que, en cualquier caso, no disfrutan. Cuando se comprometen con la democracia representativa, no es porque deleguen su poder en los gobernantes, sino porque esperan usar su poder para obligarles, a través de los tribunales si es necesario, a hacer su trabajo, que es representar al pueblo, regular actividades cuyas consecuencias son profundamente perjudiciales y trabajar enérgicamente en la transición a una sociedad sin carbono. Al hacerlo, también esperan movilizar a los distintos estratos de seguidores, «guardianes» (Kant) y actores que permiten que los gobiernos existan tal como lo hacen y que legitiman su inacción climática. Entre sus objetivos se encuentran, por supuesto, grandes contaminadores como Monsanto, RWE en Alemania y Adani en Australia, pero también las jurisdicciones que los despenalizan y las acciones cotidianas de todos los que contribuyen al marco general de laissez-faire.

Los jóvenes y, con ellos, todos aquellos declarados menores y que han sido históricamente excluidos de la sociedad política, están resultando ser los custodios de un nuevo humanismo y los guardianes de las condiciones para la existencia humana.

En su calidad de mayores, han asumido un papel en una fase esencial de la politización de los intereses ignorados, concretamente, la recopilación de datos, hechos y pruebas de que existen alternativas. Porque creen que la capa intermedia entre el gobierno y la sociedad —los expertos— es irrelevante. A su juicio, el intrusivo sistema de competencias institucionalizadas fomenta la relajación en la rendición de cuentas, la justificación de acciones inaceptables y la autoexoneración. Por otro lado, creen en la ciencia —que utilizan como esperan utilizar la opinión pública— y en la inteligencia colectiva: «Tenemos que empezar a cooperar y compartir los recursos disponibles de este planeta de una manera justa», explica Greta Thunberg. «Sólo estamos transmitiendo las palabras de la ciencia. Nuestra única demanda es que empieces a escucharlas y luego pases a la acción».

Por eso, en sus escuelas y ciudades, están formando «equipos ecológicos» que llevan a cabo proyectos medioambientales tangibles (deshaciéndose de las máquinas expendedoras de bebidas o fomentando el uso de la bicicleta para ir a la escuela) y contribuyen al debate mundial sobre cómo dejar atrás el carbón, la energía nuclear y la agricultura industrial. Trabajando con científicos, a menudo con la ayuda de sus profesores y, cada vez más, de sus padres, buscan soluciones al cambio climático —en industrias que van desde la construcción a los centros de producción, desde la gestión de residuos a la pesca— y tienen una lista de demandas para mantener la presión.

El sistema que condujo en la práctica a la reversión de infancia y edad adulta —al asociar esta última con cualidades y tendencias que han dado lugar a los desequilibrios ambientales actuales— revela un infantilismo patológico. Mientras tanto, los jóvenes y, con ellos, todos aquellos declarados «menores» (mujeres, indígenas, discapacitados, dependientes) que han sido históricamente excluidos de la sociedad política —porque, sin razón alguna, se les consideraba incapaces de discernir el bien común—, están resultando ser los custodios de un nuevo humanismo y los guardianes de las condiciones para la existencia humana. Ese pedazo de infancia que perdura en los grupos que forman no es un inconveniente, sino una fortaleza.

Este artículo fue inicialmente publicado en AOC.

Footnotes

[1] Cita textual del activista medioambiental suizo Jonas Kampus. Se puede encontrar más información acerca del movimiento de jóvenes por el medio ambiente el Bélgica aquí.