“La guerra”, dijo el antiguo filósofo griego Heráclito, “es el padre de todas las cosas”. En vista de los sangrientos –y en verdad bárbaros– acontecimientos habidos en Oriente Medio (y en el Iraq y en Siria en particular), podríamos sentir la tentación de convenir al respecto, aunque esas ideas parecen estar ya fuera de lugar en la concepción del mundo posmoderna de la Europa actual.

Los triunfos militares del Estado Islámico en el Iraq y en Siria no sólo están avivando una catástrofe en materia humanitaria, sino también sumiendo en el caos las alianzas existentes en esa región e incluso poniendo en tela de juicio las fronteras nacionales. Está surgiendo un nuevo Oriente Medio, que ya difiere del orden antiguo en dos sentidos importantes: un mayor papel para los kurdos y el Irán y una menor influencia de las potencias suníes de la región.

Oriente Medio no sólo afronta el posible triunfo de una fuerza que intenta alcanzar sus objetivos estratégicos mediante matanzas y esclavización en masa (por ejemplo, de las mujeres y las muchachas yazidíes). Lo que también está resultando patente es el desplome del antiguo orden de la región, que se había mantenido más o menos inalterable desde el fin de la primera guerra mundial y, con él, el declive de las potencias estabilizadoras tradicionales.

La debilidad política de dichas potencias –ya sean protagonistas mundiales como los Estados Unidos o regionales como Turquía, el Irán y Arabia Saudí– ha provocado una notable inversión de los papeles en la dinámica del poder en esa región. Aunque los EE.UU. y la Unión Europea siguen clasificando el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) como una organización terrorista (cuyo fundador, Abdullah Öcalan, está encarcelado en Turquía desde 1999), sólo los combatientes del PKK son capaces, al parecer, de impedir que el Estado Islámico siga avanzando y están dispuestos a hacerlo. A consecuencia de ello, el destino de los kurdos ha pasado a ser una cuestión candiente en Turquía.

Turquía es miembro de la OTAN y cualquier violación de su integridad territorial podría activar fácilmente la cláusula de defensa mutua del Tratado del Atlántico Norte. Y la cuestión kurda entraña la posibilidad de un conflicto mucho más amplio, porque la condición de Estado para ese pueblo amenazaría también la integridad territorial de Siria, el Iraq y probablemente el Irán.

Y, sin embargo, al combatir al Estado Islámico para defender sus vidas, los kurdos han conseguido una nueva legitimidad; una vez que hayan acabado los combates, no olvidarán sencillamente, sus ambiciones nacionales ni la amenaza mortal que afrontaron. Y no han sido sólo la unidad y la bravura de los kurdos las que han aumentado su prestigio; es que han llegado a ser cada vez más un ancla de estabilidad y un socio prooccidental fiable en una región en la que esas dos cosas escasean.

Así, Occidente se encuentra ante un dilema: dada su renuencia a comprometer sus propias fuerzas en el terreno en una guerra que, como sabe, debe ganar, tendrá que armar a los kurdos –no sólo a las milicias pashmergas kurdas del norte del Iraq, sino también otros grupos kurdos– con armamento más avanzado, cosa que no agradará a Turquía –o, más probablemente, al Irán–, razón por la cual, para resolver la cuestión kurda, hará falta una gran inversión de pericia y compromiso diplomáticos por parte de Occidente, la comunidad internacional y los países interesados.

Pero el mayor vencedor regional podría resultar ser el Irán, cuya influencia en el Iraq y el Afganistán recibió un importante impulso por la política de los EE.UU. durante la presidencia de George W. Bush. La cooperación iraní es esencial para lograr soluciones estables en el Iraq y en Siria y ese país desempeña un papel importante en el conflicto palestino-israelí y en el Líbano.

Resulta imposible esquivar al Irán en la búsqueda de soluciones para la infinidad de crisis que se dan en esa región. En realidad, en la lucha contra el Estado Islámico, ni siquiera la limitada cooperación militar entre los EE.UU. y el Irán parece ya quedar descartada.

Sin embargo, no será en los campos de batalla donde se resolverá la cuestión estratégica decisiva, sino en las diversas negociaciones sobre el programa nuclear del Irán. Si se logra una avenencia (o incluso una prórroga a corto plazo del actual acuerdo provisional, con una perspectiva realista para un acuerdo final), el papel regional del Irán llegará a ser más fuerte y más constructivo, pero ese resultado sigue siendo muy incierto.

La cuestión nuclear entraña otra importante y oculta, a saber, la de la relación del Irán con Israel, en cuya frontera septentrional con el Líbano se encuentra Hezbolá, el socio más fiel del Irán en esa región. Hezbolá sigue comprometido con la destrucción de Israel y el Irán le suministra armas potentes y a ese respecto no se debe esperar, lamentablemente, cambio importante alguno.

Esto es lo que al menos está claro respecto del nuevo Oriente Medio: será más chií e iraní y más kurdo, lo que lo volverá también mucho más complicado. Las antiguas alianzas (y conflictos) dejarán de ser evidentes como en el pasado, aun cuando persistan.

Aparte de eso, lo único que podemos decir es que Oriente Medio seguirá siendo el barril de pólvora de la política mundial en el siglo XXI. Su estabilización, si bien reviste gran interés, será dificil de lograr y sólo mediante una complicada combinación de medios militares y diplomáticos. No es probable que una sola potencia mundial lo logre por sí sola.

 

Este artículo fue publicado originalmente en Project Syndicate.

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