En los últimos años hemos presenciado una campaña sin precedentes por parte de la comunidad científica y las organizaciones de la sociedad civil para afianzar la prioridad del cambio climático en la agenda política, campaña impulsada en gran medida por el IPCC. Sin embargo, en ocasiones, este encuentro se convierte en un diálogo de sordos que evidencia cómo el consenso científico no necesariamente implica una mejor toma de decisiones.

Fundado hace 35 años, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) es hoy en día una de las principales autoridades científicas en el ámbito del cambio climático y sus conclusiones han inspirado enormemente a la acción y al activismo en este campo. En líneas generales, la expectativa es que el IPCC eduque y convenza a la población sobre la realidad del cambio climático y la necesidad de emprender acciones urgentes. Sin embargo, el modus operandi de la organización revela que, más que una cuestión de educación o concienciación, se trata de abrir un diálogo sobre las implicaciones socioeconómicas de la crisis climática.

Como es natural, la autoridad del IPCC no se forjó de la noche a la mañana y ha sido puesta en entredicho en numerosas ocasiones. El éxito del IPCC como enlace entre la ciencia y la sociedad es el fruto de un largo proceso salpicado por controversias y lecciones muy duras, revelando el profundo vínculo que existe entre la ciencia y la política climática. Su éxito también muestra como los retos a los que se ha enfrentado el IPCC guardan menos relación con la falta de información que con los desacuerdos sobre cómo interpretar los hallazgos científicos y convertirlos en políticas.

Éxito contra todo pronóstico

La creación del IPCC en el año 1988 estuvo sumamente politizada. Por un lado, la comunidad científica creía que existían pruebas suficientes para celebrar una convención internacional sobre el clima, y por otro, los Estados Unidos se oponían a esta idea y proponían llegar primero a un acuerdo sobre “los hechos”. Estados Unidos era el mayor emisor de gases de efecto invernadero en aquel momento y temía el impacto económico de una posible regulación de las emisiones. Así pues, accedió a la creación del IPCC, pero quiso mantener el control sobre el proceso, insistiendo en que el IPCC fuera “intergubernamental”, es decir, que estuviera regido por sus Estados miembros.

El IPCC se convirtió rápidamente en una organización única debido a su naturaleza dual, científico e intergubernamental. Como “organización fronteriza”, el IPCC institucionaliza el diálogo entre la comunidad científica y la representación de las naciones del mundo sobre una de las problemáticas más técnicas de nuestra era. También permite a ambas comunidades, que a su vez comprenden puntos de vista e intereses muy diversos, coordinarse entre sí. Una vez logrado el consenso, es difícil cuestionarlo en foros internacionales.

Los retos a los que se ha enfrentado el IPCC guardan menos relación con la falta de información que con los desacuerdos sobre cómo interpretar los hallazgos científicos y convertirlos en políticas

Sin embargo, el diálogo entre las distintas comunidades científicas y políticas no es tarea fácil. En primer lugar, porque requiere alcanzar un equilibrio entre los distintos puntos de vista, algo complejo en la práctica. Por ejemplo, el IPCC ha estado dominado durante mucho tiempo por las ciencias naturales, contribuyendo a una definición científica y técnica del cambio climático. Por otro lado, los climatólogos defendían que había que convencer a la población de la realidad del cambio climático a través de un discurso claro e informativo con la esperanza de que, una vez convencidas, las autoridades responsables tradujeran ese conocimiento en acciones concretas. Después de ser objeto de críticas por “despolitizar” el clima, el IPCC ha intentado implicar más a los especialistas en ciencias sociales e integrar mejor los análisis socioeconómicos, políticos y éticos de la crisis climática, que son esenciales para comprender la (in)acción climática. Según las ciencias sociales, el problema no radica tanto en la falta de información sobre el cambio climático como en la rigidez institucional que obstaculiza la transición hacia una sociedad con un bajo índice de emisiones de carbono y en los poderosos intereses creados que se pueden perder si abandonamos nuestra adicción a los combustibles fósiles.

El IPCC carece desde hace tiempo de diversidad geográfica y epistémica, ya que los expertos que lo componen suelen proceder de países desarrollados o pertenecer a instituciones ubicadas en ellos, especialmente en Estados Unidos y el Reino Unido. A pesar de los esfuerzos de la organización por aumentar su participación, el personal académico del Sur Global tan solo representa un tercio de quienes han contribuido al Sexto Informe de Evaluación, lo que se traduce en que sus puntos de vista están menos reflejados en los informes. Por ejemplo, la organización no abordó debidamente la adaptación al cambio climático hasta el Tercer Informe de Evaluación del IPCC (2001), una cuestión clave para los países en desarrollo, que son quienes más sufren sus consecuencias. Lo hizo a instancias de los científicos y expertos del Sur, quienes también han criticado al IPCC por no hacer suficiente hincapié en la equidad y la justicia climática.

El diálogo entre las diferentes comunidades científicas y políticas se vuelve aún más peliagudo cuando hay que analizar las principales conclusiones de las evaluaciones del IPCC. Aunque los informes del IPCC contengan miles de páginas, sus resúmenes políticos solo ocupan unas 30 páginas. Este proceso de resumen y traducción implica necesariamente una selección, la simplificación de las declaraciones y un acuerdo sobre cuáles son las conclusiones más “relevantes” para quienes toman las decisiones. Esta labor siempre ha sido polémica ya que cada redactor o delegado tiene sus propias ideas sobre lo que debe comunicarse a los responsables políticos.

La idea de que un consenso podría hacer que las discusiones recuperasen una base racional es ilusoria y es que al final la política siempre vuelve a hacer acto de presencia, incluso en el IPCC

Hay quienes prefieren centrarse en las conclusiones más sólidas, mientras que otras personas consideran que es más importante comunicar el grado de (in)certidumbre en cuestiones como los fenómenos extremos de gran impacto y baja probabilidad. En cuanto a la mitigación del cambio climático, algunas voces quieren dar prioridad a los cambios graduales y a las soluciones técnicas de bajo coste, mientras que otras defienden la necesidad de adoptar soluciones más radicales. Por lo tanto, la elaboración de resúmenes para responsables de políticas es un ejercicio delicado de diplomacia que debe propiciar un compromiso entre una gran pluralidad de voces. Se trata de ofrecer una evaluación “equilibrada” de las distintas visiones sobre la crisis climática y los diferentes intereses de los Estados miembros del IPCC, desde los más escépticos hasta los más concienciados.

En términos generales, las conclusiones del IPCC son el resultado de un proceso de síntesis y negociación y reflejan unas dinámicas y puntos de vista diversos. Su legitimidad no radica tanto en su capacidad de convencer como en facilitar el diálogo entre las distintas partes interesadas a partir de un proceso que se percibe como creíble, legítimo y representativo de los intereses de todas ellas. Por consiguiente, las deliberaciones del IPCC son políticas ya que el cambio climático es un fenómeno inherentemente (geo)político. La idea de que un consenso podría hacer que las discusiones recuperasen una base racional es ilusoria y es que al final la política siempre vuelve a hacer acto de presencia, incluso en el IPCC.

Ahora bien, en sus informes finales hay muy pocos elementos políticos, ya que para llegar a un acuerdo universal a menudo hay que descontextualizar y despolitizar la problemática climática. Alcanzar un consenso a menudo requiere que se limen asperezas y se eviten temas escabrosos. Por lo general, los resúmenes informan del aumento de las concentraciones de gases de efecto invernadero en la atmósfera provocado por la acción del hombre, así como del aumento de la frecuencia de su impacto en todo el mundo. También nos recuerdan que no vamos por buen camino de limitar el calentamiento a 1,5°C y ni siquiera a 2°C.

Por muy demoledor que pueda ser, el mensaje tiene un cariz inocuo desde el punto de vista político, ya que se basa en generalidades que no preocupan ni culpan a nadie. Más bien justifica la continuidad de las negociaciones

Sin embargo, estos resúmenes concluyen con una nota de optimismo al señalar las diversas herramientas disponibles. Este mensaje se recalca informe tras informe y conferencia de prensa tras conferencia de prensa, pero apenas cambia. Por muy demoledor que pueda ser, el mensaje tiene un cariz inocuo desde el punto de vista político, ya que se basa en generalidades que no preocupan ni culpan a nadie. Más bien justifica la continuidad de las negociaciones.

Los nuevos desafíos del IPCC

La misión real del IPCC nunca ha sido la de convencer o educar a los gobiernos sobre la realidad del cambio climático, sino debatir sus implicaciones socioeconómicas de cara a la acción colectiva. Las cuestiones que se presentan como hechos se convierten en motivos de preocupación, diseccionados desde todos los ángulos por los redactores y delegados de la organización. Aunque rara vez se cuestione hoy en día la realidad del cambio climático, la manera de abordarlo es cada vez más controvertida.

Cuanto más se dirija el debate hacia la evaluación de las políticas de adaptación y mitigación, más obsoletos quedarán la estructura y el funcionamiento del IPCC. La ciencia y la política climáticas son cada vez más policéntricas, por lo que el IPCC ha de abrirse a nuevos grupos de partes involucradas, no únicamente a expertos científicos y delegados de los gobiernos. Un gran número de analistas reclaman una mayor representación de la sociedad civil, los profesionales de la industria, las autoridades locales, las comunidades indígenas, los ciudadanos de a pie, las mujeres y la juventud y, por consiguiente, el IPCC tendrá que replantearse su papel en la gobernanza climática.

La organización se ha presentado desde su creación como una entidad neutral con el mantra de ser “relevante pero neutra y no prescriptora de políticas”. Sin embargo, al reducir el debate únicamente a los expertos científicos y a los Estados y al despolitizar la temática climática, se contribuye a mantener el statu quo y se acaba enviando un mensaje político contundente pero insostenible en el contexto actual, según el cual la élite tecnocrática puede seguir gestionando la crisis climática.

Hoy en día, a las puertas del séptimo ciclo de evaluación, informar no es suficiente. Tampoco basta con satisfacer las exigencias de todos los gobiernos. Para escapar de la camisa de fuerza del multilateralismo despolitizador y deshumanizador, el IPCC podría colaborar más con las organizaciones de la sociedad civil que apoyan su labor. De esta forma se podrían crear espacios para emprender nuevas formas de acción. Por ejemplo, en el año 2022 Scientist Rebellion (una ramificación de Extinction Rebellion) filtró un borrador del Resumen para Responsables de Políticas del Grupo de Trabajo III, temiendo que su contenido se difuminara una vez presentado a la aprobación de los gobiernos. También se han dado casos de redactores que han amenazado con abandonar el proceso, hacer huelgas o denunciar el comportamiento de determinados Estados, unas prácticas que se desaconsejan rotundamente en la actualidad, si es que no se prohíben directamente.

La autoridad del IPCC siempre ha residido en su capacidad para ofrecer un espacio de negociación entre sus Estados miembros. Quizás haya llegado el momento de establecer un diálogo más amplio y forjar nuevas alianzas.