Comúnmente se cree que abordar la elusión y la evasión fiscal es crucial para la viabilidad del estado de bienestar y para la sostenibilidad de las finanzas públicas en Europa. Sin embargo, una correcta comprensión de la economía, nos cuenta una historia diferente.

El dinero no crece en los árboles, ¿o sí?

Tras la reciente divulgación de los llamados Paradise Papers, millones de documentos filtrados que revelan los complejos esquemas utilizados para evitar el pago de impuestos por las personas y sociedades más ricas del mundo -desde la Reina de Inglaterra hasta Facebook-, la Twitteresfera de habla inglesa se inundó con mensajes como “hemos encontrado el árbol mágico que da dinero, ¡está en las Bermudas!” (o algún otro paraíso fiscal mencionado en la filtración). Esto era una referencia a una controvertida declaración de la Primera Ministra británica Theresa May, hecha unos meses antes en la BBC, cuando a una enfermera que no había tenido un aumento salarial en ocho años le dijo que “no hay un árbol mágico que dé dinero”, una variación del clásico argumento de “no hay dinero” utilizado desde la crisis financiera para justificar la austeridad.

El comentario de May provocó fuertes críticas. La mayor parte de estas fueron dirigidas a la descarada hipocresía de los conservadores: es decir, al hecho de que negaban aumentos salariales a los trabajadores del sector público y recortaban el bienestar social, mientras que regalaban miles de millones en recortes impositivos a las personas de altos ingresos y a las sociedades. En este sentido, la afirmación de May de que “no hay dinero” fue justamente vista por muchos como una negación obvia de la realidad: el gobierno simplemente se negaba a tomar el dinero de quienes lo tienen. Negar a las enfermeras un aumento salarial era, por lo tanto, una opción política. Pocas personas, sin embargo, impugnaron la premisa básica de la declaración de May: que el dinero no crece en los árboles.

La razón es, simplemente, que la mayoría de la gente comparte esta opinión. Es uno de tantos mitos profundamente arraigados sobre cómo operan los sistemas monetarios modernos, ligado a la creencia más amplia de que los gobiernos, como los hogares, están limitados financieramente y tienen que “financiar” sus gastos a través de impuestos o deudas. La omnipresencia de este concepto erróneo de la economía es testimoniada por la reacción al escándalo de los Paradise Papers y, más en general, por la forma en que se enmarca el debate sobre los paraísos fiscales, especialmente en la izquierda. Los progresistas tienden a formular el argumento contra la expatriación de la riqueza en primer lugar en términos de su impacto en la base impositiva doméstica (la pérdida de recaudación) y, por lo tanto, en el equilibrio presupuestario de los países “fuente”. Hace unos años, por ejemplo, Richard Murphy, director de Tax Research UK, estimó que la evasión y la elusión fiscal en conjunto ‘cuestan’ a los Estados Miembros de la UE alrededor de 1 billón de euros al año en ingresos perdidos, lo que equivale a alrededor del 105 por ciento del gasto total en salud.

La implicación de tales análisis es obvia: con solo que los gobiernos pudieran encontrar una forma de atacar la elusión y la evasión fiscal y pudieran hacerse con algo de ese dinero extraterritorial, podrían permitirse gastar más -en personal sanitario, por ejemplo- y tener sus déficits públicos y su deuda pública bajo control. Como proclamó la Twitteresfera progresista: los paraísos fiscales son el árbol mágico que da dinero. En su informe, Murphy incluso llegó a escribir que “la evasión fiscal y la elusión fiscal socavan la viabilidad de las economías de Europa y sin duda han ayudado a crear la (..). crisis de la deuda que amenaza el bienestar de cientos de millones de personas en toda Europa en los próximos años”, estableciendo así un vínculo causal entre la expatriación, la crisis de la deuda europea, la subsiguiente crisis económica y social.

El árbol del dinero mágico existe, pero está más cerca de casa de lo que creemos

La idea de que los ahorros y los impuestos de los ricos son cruciales para la viabilidad del estado de bienestar y para la “sostenibilidad” de las finanzas públicas en general, es un corolario de la analogía del “presupuesto familiar” antes mencionada: Esta idea, difundida por los políticos y los medios de manera constante; sostiene que los gobiernos sufren las mismas restricciones financieras que los hogares. Como individuos y familias, somos muy conscientes de que tenemos que ganar dinero antes de que podamos gastar. Claro, podemos tomar prestado para gastar más de lo que ganamos temporalmente, gastarnos los ahorros o vender activos, pero con el tiempo nos veremos obligados a sacrificar gastos para pagar nuestras deudas. Entendemos intuitivamente que no podemos vivir indefinidamente más allá de nuestros medios. Tenemos que ‘financiar’ cada céntimo que gastamos y podemos literalmente quedarnos sin dinero. Sin embargo, la idea de que los gobiernos se enfrentan a limitaciones similares es falsa al nivel más elemental.

Las monedas modernas a menudo se llaman monedas fiat, de la palabra latina fiat, porque su valor no está respaldado por una promesa del gobierno de canjearlas por metales preciosos. Su valor es proclamado por la fe: el gobierno simplemente anuncia que una moneda vale, digamos, medio dólar sin tener una reserva de metales preciosos igual en valor a medio dólar. Una consecuencia del sistema fiat es que los gobiernos que emiten sus propias monedas ya no tienen que “financiar” sus gastos. Técnicamente, no necesitan recaudar dinero mediante impuestos antes de poder gastar, ni tampoco necesitan compensar los déficits que puedan surgir al vender deuda al sector privado. Simplemente pueden crear el dinero necesario “de la nada”. Además, los tipos de cambio flexibles implican que los gobiernos ya no tienen que restringir sus gastos para cumplir con las exigencias del banco central para mantener una paridad fija frente a una moneda extranjera. Esto, por supuesto, no se aplica a los países que forman parte de la Unión Monetaria Europea, un punto al que volveremos.

En resumen, los gobiernos emisores de divisas, como los de Australia, Gran Bretaña, Japón y los Estados Unidos de América, nunca pueden “quedarse sin dinero” o devenir insolventes. No afrontan ninguna restricción de solvencia precisamente porque no afrontan restricciones de ingresos. Estos gobiernos siempre tienen una capacidad ilimitada para gastar en sus propias monedas: es decir, pueden comprar lo que quieran, siempre que haya bienes y servicios a la venta en la moneda que emiten. Esto incluye la capacidad de comprar todo el trabajo inactivo (u ofrecer un aumento a aquellos que ya están empleados en el sector público). En otras palabras, el árbol del dinero mágico existe, pero está ubicado mucho más cerca de casa de lo que pensamos: en el banco central de cada país, no en alguna isla tropical lejana.

¿Necesitamos el dinero de los ricos?

Una vez que entendemos cómo operan los estados emisores de divisas modernos, también podemos apreciar que la creencia generalizada de que es necesario impedir la expatriación para permitir a los gobiernos proporcionar servicios de alta calidad, infraestructura pública y empleos es en gran medida infundada. “Cada libra evadida en impuestos por los súper ricos es una libra que desesperadamente necesita nuestro Servicio Nacional de Salud, nuestras escuelas y nuestros servicios humanitarios”, declaró el laborista John McDonnell a raíz de la filtración de los Paradise Papers. De hecho, en los Estados Unidos “descubrimos que cuando los pagos de impuestos se hacen al gobierno en efectivo real, la Reserva Federal generalmente quema el ‘dinero’. Si realmente necesitara el dinero per se seguramente no lo destruiría”[1]. En última instancia, esta es una narrativa peligrosa y equivocada para los progresistas. No solo porque alimenta mitos dañinos sobre cómo funciona la economía, sino también porque proporciona involuntariamente a los gobiernos la excusa perfecta para no cumplir con sus obligaciones para con la sociedad, al legitimar la alegación de su incapacidad para atacar la elusión y la evasión fiscal (lo que les da incluso más razones para no abordar el problema). También confiere injustificadamente el estatus de indispensables a los ricos y a quienes tienen altos ingresos. Los progresistas deben aceptar el hecho de que los ingresos y los impuestos pagados por los ricos son en gran medida irrelevantes para la capacidad de un gobierno emisor de divisas para proporcionar servicios públicos e infraestructura de primera clase (aunque esto no significa en modo alguno que los impuestos no sean importantes, como se verá).

Esto no se aplica a los países que forman parte de la zona euro, que efectivamente usan una moneda extranjera (el euro). Al igual que un gobierno de cualquiera de los estados que conforman los EE.UU. o Australia (por ejemplo, Alabama o Nueva Galés del Sur), los países de la eurozona toman prestado en una moneda que no controlan (no pueden establecer tipos de interés ni pueden cancelar la deuda con dinero recién emitido y, por lo tanto, a diferencia de los países emisores que emiten deuda en su propia moneda, están sujetos al riesgo de impago). Como dice un reciente informe del Banco Central Europeo (BCE) “aunque el euro es una moneda fiat, las autoridades fiscales de los Estados miembros del euro han renunciado a la capacidad de emitir deuda no impagable”. Por lo tanto, la capacidad de gasto de los países de la zona del euro depende en gran medida de los ingresos fiscales (y de la buena voluntad del BCE) y de su capacidad para emitir deuda con los mercados privados. Esta situación “recuerda la situación de las economías emergentes que tienen que pedir prestado en moneda extranjera”, señaló Paul De Grauwe hace unos años.

El gasto privado es tan inflacionario como el gasto público (si no más inflacionario).

Sin embargo, esto no se debe a una ley económica intrínseca sino a una restricción puramente autoimpuesta: la pertenencia a la zona euro. Cualquier discusión seria sobre el tratamiento de la elusión y la evasión fiscal por razones presupuestarias necesariamente debe enmarcarse dentro de un debate más amplio sobre la unión monetaria. Los partidarios de tal línea de actuación deberían asumir la responsabilidad de explicar por qué ésta es una mejor opción para los países que buscan mejorar sus servicios públicos en lugar de, digamos, recuperar su soberanía monetaria y, por lo tanto, la capacidad de gastar independientemente de sus ingresos. Sin embargo, la lógica de “los impuestos no financian el gasto público” se aplicaría a la zona del euro en su conjunto. El BCE, como cualquier otro banco central, no enfrenta restricciones financieras de ningún tipo, y podría respaldar fácilmente las necesidades de gasto de los países de la Eurozona -o de un “Tesoro Europeo” aún por crearse- creando los fondos necesarios de la nada (como ya ocurre en el contexto de la flexibilización cuantitativa, al ritmo de 30 mil millones de euros por mes). Los obstáculos para reformar el papel del BCE en relación con el gasto público son políticos, no técnicos, como hemos señalado en otra ocasión.

Comúnmente se cree que financiar el gasto del gobierno a través de un déficit fiscal en vez de con impuestos es inherentemente inflacionario, más aún si el déficit es financiado directamente por el banco central y no por el sector privado. En realidad, los déficits fiscales no conllevan ningún riesgo inflacionario intrínseco. En cambio, es el gasto público el que conlleva tal riesgo, independientemente de cómo se financie dicho gasto, ya sea aumentando los impuestos, emitiendo deuda al sector privado o emitiendo deuda al banco central. De hecho, todo el gasto (privado o público) es inflacionario si impulsa el gasto agregado nominal más rápido que la capacidad real de la economía para absorberlo. En otras palabras, si el gobierno toma el dinero que dormía inactivo bajo algún colchón y lo gasta en la economía, incurre exactamente en el mismo riesgo inflacionario que si el banco central crea ese dinero de la nada y se lo da al gobierno para que lo gaste. Lo que importa, desde una perspectiva inflacionaria, es la capacidad del gobierno para gastar de manera responsable, sin sobrecalentar la economía.

Sin embargo, a menudo se pasa por alto que el gasto privado es tan inflacionario como que el gasto gubernamental (si no más). El sistema actual permite a los bancos privados crear (de la nada, al igual que los bancos centrales) la mayor parte del dinero digital en circulación mediante préstamos, que crean depósitos y liquidez que puede gastarse. Esta libertad le da a los bancos el poder para diseñar a voluntad burbujas especulativas impulsadas por el crédito, lo que a su vez conduce a alzas en los precios (especialmente en el mercado de la vivienda), como vimos en el período previo a la crisis financiera.[2]

Entonces, ¿deberíamos cerrar los paraísos fiscales? ¡Sí!

Por supuesto, nada de lo dicho hasta ahora significa que la expatriación de la riqueza no sea un problema grave y no debe abordarse con urgencia. Existen muy buenas razones para abordar la elusión y la evasión fiscal cerrando de paraísos fiscales para recaudar más impuestos en general; sin embargo, esto tiene poco que ver con la financiación del gasto público (con la posible excepción de la zona euro). En gran parte tienen que ver con la justicia social, la desigualdad y la distribución del poder político. Es un hecho bien establecido que los crecientes niveles de desigualdad actuales, que han vuelto a los niveles de más de un siglo atrás, representan un grave problema económico y social. Como lo reconoció incluso el Fondo Monetario Internacional (aquí y aquí), la desigualdad obstaculiza el crecimiento (“cuando los ricos se vuelven más ricos, los beneficios no llegan a los de más abajo”, señala un estudio del FMI, mandando la propaganda de la “economía del goteo” que han estado emitiendo durante décadas al basurero de la historia), exacerba la inestabilidad financiera, erosiona la cohesión social y conduce a polarización política. Aún más importante, varios estudios muestran que la desigualdad extrema representa una amenaza para la democracia misma. Permitir que una pequeña minoría amase cantidades obscenas de riqueza los lleva a ejercer una influencia y un poder desproporcionados, y les permite secuestrar el proceso legislativo e impulsar leyes que cimentan aún más su poder e influencia. Como Branko Milanovic escribe, “cuanto mayor es la desigualdad, más probable es que nos desplacemos de la democracia hacia la plutocracia“. Los paraísos fiscales y la expatriación, al facilitar la concentración de la riqueza, exacerban el problema de la desigualdad. Por esta razón, deberían ser cerrados.

La extrema desigualdad representa una amenaza para la democracia.

Sin embargo, si ese es el objetivo, los progresistas deben tener claro el hecho de que esto no requiere un acuerdo internacional de alcance global. Esta es solo otra cortina de humo. Una mirada rápida a los principales paraísos fiscales del mundo muestra que muchos se encuentran dentro de la jurisdicción legislativa directa de naciones como Estados Unidos de América y el Reino Unido (que a su vez son paraísos fiscales). Bermudas, las Islas Caimán, Guernsey, Jersey y la Isla de Man, todos ellos paraísos fiscales, son dependencias británicas o territorios de ultramar. Además, de acuerdo con Tax Justice Network , muchos de los mayores paraísos fiscales del mundo -Suiza, Luxemburgo, Alemania, el Reino Unido, Bélgica, Austria, Chipre- se encuentran en Europa (y, con la excepción de Suiza, son parte de la Unión Europea).[3] La conclusión es obvia: si los políticos hablaran en serio sobre el tema de la elusión, la evasión fiscal y la expatriación, podrían hacer algo al respecto con un golpe de sus plumas legislativas.

A menudo se argumenta que la UE, al permitir el libre movimiento de capitales entre sus miembros, ha obligado a los países a competir entre ellos, ya que estos no tienen otra opción que reducir la imposición sobre el beneficio de las sociedades si desean atraer inversión extranjera directa. Este argumento lleva a la conclusión de que la única solución viable contra la evasión fiscal y por una tributación justa de las sociedades es “armonizar” los tipos impositivos en toda Europa. Sin embargo, varios estudios (ver aquí y aquí) han encontrado una relación insignificante entre la inversión extranjera directa y menores tipos impositivos sobre las sociedades, encontrando una relación mucho más significativa con los costes laborales, el nivel educativo, la calidad de las infraestructuras y la estabilidad política. Esto parecería refutar la afirmación frecuentemente escuchada de que hay poco que los países puedan hacer individualmente frente a la evasión fiscal.

Obtener un mayor control sobre la base impositiva también permitiría a los gobiernos gravar de manera más eficiente los ingresos más elevados y la riqueza, no con el objetivo de “recaudar más dinero”, sino de crear una sociedad más equitativa. Esto pone de relieve que para los gobiernos emisores de moneda, la tributación es ante todo una forma de redistribuir el poder económico (y por lo tanto político) entre clases, así como un medio para alterar la asignación de recursos, por ejemplo, alentando o desalentando ciertas industrias y productos (piense en los impuestos sobre los impuestos sobre el alcohol o el carbono). Para concluir: hay muy buenas razones para abolir los paraísos fiscales. Sin embargo, el financiamiento del gasto gubernamental no es uno de ellos.

 

[1] William Mitchell and Warren Mosler, ‘The Imperative of Fiscal Policy for Full Employment’, Australian Journal of Labour Economics, Vol. 5, No. 2 (2002), p. 255.

[2] Curiosamente, en 1948, nada menos que Milton Friedman argumentó que no solo los déficits públicos debían financiarse a veces con dinero fiat, sino que siempre deberían financiarse de esa manera, sobre la base de que dicho sistema proporcionaría una base más segura, para un régimen de baja inflación. Más recientemente, una política similar ha sido defendida incluso por Adair Turner, ex presidente de la Autoridad Británica de Servicios Financieros.

[3] La lista también incluye una serie de otros países europeos, dependencias o territorios de ultramar: Irlanda, los Países Bajos, Italia, Dinamarca, Portugal (Madeira), España, Malta, Hungría, Liechtenstein, Letonia, Mónaco, San Marino, Gibraltar, Andorra, las Islas Turks y Caicos, las Antillas Holandesas, Montserrat y Anguilla.

 

Traducido por David Hervás.