Jaume Franquesa (‘Molinos y gigantes’): “No soy colapsista porque no es una postura políticamente fructífera, pero sí soy decrecentista”

“Esto era un cementerio, y ahora le han puesto las cruces”. El antropólogo social Jaume Franquesa no logra quitarse esta frase de la cabeza. Se la dijo un electricista durante su investigación sobre la resistencia histórica de la Cataluña del sur ante proyectos energéticos. En este caso, el cementerio era la comarca amenazada por la despoblación, un fenómeno que se extiende, aunque no de forma homogénea, al resto de la España rural. Las cruces, cómo no, eran los aerogeneradores.

Un debate sobre el despliegue renovable que aviva tensiones en poblaciones rurales  “vaciadas” -que no “vacías”- está sacudiendo al país de cabo a rabo, como reflejan dos de las películas más taquilleras del cine español en este último año: Alcarrás y As Bestas.

En ‘Molinos y gigantes: la lucha por la dignidad , la soberanía energética  y la transición ecológica‘, Franquesa profundiza en esos conflictos por la defensa del territorio. El profesor en la Universidad de Búfalo (Nueva York, EE.UU.) dibuja en este libro la historia de resistencia de comunidades rurales como La Fatarella (Terra Alta), donde los vecinos tuvieron que asumir a finales del siglo pasado las consecuencias del sueño desarrollista de la década de 1970 y han continuado soportando los costes ambientales y sociales de la producción energética. Este pueblo pertenece al puñado de pequeños municipios de Tarragona que generan dos tercios de la energía consumida en toda Cataluña, a través de las grandes presas hidroeléctricas, reactores nucleares, centrales de ciclo combinado y parques eólicos y fotovoltaicos impuestos en la región.

A la situación de aprovechamiento energético contra la voluntad de los vecinos se suman otros proyectos que han afectado a este “laboratorio especial”, como es el caso de los intentos de trasvase del río Ebro hacia otras zonas del Estado y dentro de la propia Cataluña, explica Franquesa en una entrevista con Green European Journal.

“La gran cantidad de proyectos, sobre todo energéticos o eléctricos pero no sólo, que había en la zona otorgaban una oportunidad especialmente buena para entender esta historia del uso de distintas fuentes energéticas y los problemas o la resistencia asociados”, detalla.

El ecologismo, dividido en torno a la cuestión de la transición energética -con la consigna que gana impulso “renovables sí pero no así”-, reconfigura su discurso en un ejercicio de empatía y solidaridad con esas poblaciones rurales, con la vida en el campo que sostiene a las ciudades, la agricultura que las alimenta, y las tierras que se protegen de los incendios forestales cuando son habitadas.

Pero tras esta cuestión hay un hecho que no se puede olvidar y que el IPCC, el panel intergubernamental de expertos en cambio climático de la ONU, ha venido a recordar una vez más. En su último informe, casi un centenar de científicos -pero que ha contado con la aportación de otros miles- avisa de que no hay tiempo que perder. La ventana para asegurar un futuro habitable se va cerrando con cada décima de calentamiento que se añade al termómetro global. Es casi seguro que se sobrepasará el umbral de seguridad de 1,5 ºC; el límite de calentamiento que según la comunidad científica internacional no se debería superar si queremos evitar las peores consecuencias de la crisis climática. La suerte es que muchas de las soluciones que sugiere este equipo de expertos climáticos están ya disponibles, son baratas y escalables. Entre ellas, las energías renovables. 

Así las cosas, Franquesa se posiciona a favor del despliegue masivo de renovables, y dice no apoyar el discurso del “colapso”, como se ha llamado a la narrativa que gana posiciones entre el sector ecologista y que augura un colapso civilizatorio inminente frente al cual sólo cabe decrecer drásticamente o “aprender a morir”. El físico Antonio Turiel, autor de ‘Petrocalipsis’, defiende en sus intervenciones en medios que una reducción del consumo energético del 90 % es asumible. Para algunas voces críticas con esta visión, sin embargo, ese recorte drástico es lo que, de facto, lograría un colapso, según los “colapsistas” definen este concepto.

la discusión por la transición energética está fomentando esa desconexión entre el mundo rural y el urbano.

“No soy colapsista porque no me parece una postura políticamente fructífera”, apunta Franquesa. “En EE.UU. [donde vive], el colapsismo se lleva mucho, pero claro, aquí hay mucho terreno donde esconderse”.

Incluso, Franquesa percibe que en el país norteamericano obsesionado con la supervivencia “hay un cierto deseo de que colapse todo y así vamos a ver quién vale de verdad”.

Él no lo considera productivo, insiste, pero “esto no quiere decir que no esté de acuerdo con lo que dicen, que es que esto es mucho más serio, y no es algo que podamos arreglar con cuatro proyectos de desarrollo verde”, matiza el antropólogo. Y precisa: “No soy colapsista pero sí soy decrecentista”.

“No puede haber crecimiento verde”, arguye, porque “no hay ninguna pista que nos permita afirmar que se puede desacoplar crecimiento y presión sobre los recursos”.

En este sentido, no cree que el Green New Deal (GND) sea decrecentista. Al menos no tal y como se plantean las propuestas que él conoce más de cerca, que son el GND de la congresista estadounidense Alexandria Ocasio-Cortez y el senador Ed Markey; y el Green European Deal que abandera el vicepresidente del ejecutivo comunitario, Frans Timmermans.

A diferencia de los teóricos que mantienen que hay que decrecer, “el GND lo fía todo a una especie de solución tecnológica de ‘no os preocupéis, la tecnología nos va a salvar y ya veréis como encontraremos la manera de crecer’”, juzga Franquesa, que puntualiza que en todo caso se refiere a crecer como se suele emplear el término en estos contextos, con el Producto Interior Bruto como referencia. “Si hablamos de crecimiento en otros sentidos, ahí sí podemos crecer”, agrega.

Con todo, le preocupa el “cierto silencio” que identifica, al menos en EE.UU., en torno a la cuestión del origen de los minerales que se utilizan para la transición energética. “No soy maximalista”, recalca el antropólogo, “pero tampoco es cuestión de engañarse y hacer trampas al solitario”.

Además, sostiene que la crisis climática es un gran desafío, pero no es el único: “Hay degradación de los suelos, pérdida de biodiversidad, microplásticos, un uso creciente de pesticidas a nivel mundial en los últimos 20 años que es abrumador…”

Por otro lado, subraya que la transición ecológica no puede enfocarse sólo como una cuestión de política energética sino de desarrollo territorial, y con un objetivo que mantenga intacta la dignidad de las poblaciones rurales.

“Sabemos que las centrales nucleares en los territorios rurales fueron objeto de resistencia en algunos lugares más que en otros. Fue una resistencia combinada: por una parte, una más local -los vecinos organizados-, y, por otra, los movimientos urbanos más politizados o ecologistas que iban a esos territorios a luchar junto a ellos”.

Sin embargo, argumenta que la discusión por la transición energética -territorios rurales en pie de guerra contra macroproyectos renovables que se diseñan desde oficinas en ciudades- está fomentando esa desconexión entre el mundo rural y el urbano. “Es un pez que se muerde la cola”, dice. “Desde la perspectiva urbana es muy tentador pensar que alguien que se queja de un parque eólico en un pueblo que está a 200 kilómetros son cuatro paletos que no entienden de qué va la película”.

“Pero As Bestas y Alcarrás muestran bien el modo en que estos proyectos renovables pueden llegar a ser sentidos como amenazas muy grandes a la identidad de la zona”, valora Franquesa. “Todos pensamos, al menos cuando nos diga cierta edad, en qué van a hacer nuestros hijos, quién va a continuar nuestra tarea, y estas cosas en el mundo rural son muy importantes porque están ligadas a la propiedad de la tierra. Muchas veces cuando uno ve estas centrales las percibe como amenazas a ese modo de vida más o menos justificadamente, y más cuando la instalación genera todo tipo de rencillas, enfrentamientos y antagonismos”.

Para evitar estas disputas territoriales, Franquesa aboga por un modelo de producción eléctrica renovable pero más descentralizado, distribuido por toda la geografía del Estado y con generación más próxima a las ciudades, que son los grandes focos de consumo. Además, sostiene que es necesario favorecer los procesos participativos, algo que precisamente socava el nuevo Real Decreto anticrisis aprobado por el Gobierno español, como han denunciado desde los partidos ecologistas. En un intento de flexibilizar los trámites para acelerar la instalación renovable, el Gobierno español ha adoptado en los artículos 22 y 23 de este decreto decisiones que eliminan la consulta pública de las evaluaciones de impacto ambiental.

“Tenemos que pensar qué país queremos y para eso hace falta planificación, participación y una toma de decisiones democrática”, sentencia Franquesa.