Portugal, llevaba entonces 48 años de dictadura, 13 de los cuales envuelto en una guerra con tres de sus cinco colonias africanas, Angola, Mozambique y Guinea-Bissau, bregando para bloquear su independencia. La oposición llevaba años intentando hacer caer el régimen. Muchas personas estaban en prisión o habían huido hacia el exilio. Habían intentado llamar la atención del mundo sobre Portugal, pero habían fracasado en el intento.

En esa época los transmisores de telefotografías que usaban las grandes agencias de noticias tardaban unos diez minutos en escanear una foto en blanco y negro y enviarla a través del teléfono. Los periodistas de todo el mundo observaban que lo que estaba ocurriendo en Portugal era de lo más inesperado y esperanzador que uno pudiera imaginarse en aquellos años sumidos en la crisis del petróleo, la inflación y la guerra de Vietnam. Las imágenes que llegaban desde Lisboa eran las de una revolución un tanto inusual: jóvenes y pacíficos soldados sonriendo, niños pequeños sentados en las aceras saludando a los fotógrafos, y flores, muchas flores, sobre todo claveles rojos y blancos con los que las vendedoras ambulantes y los transeúntes llenaban los cañones de los rifles de los soldados.

La Revolución de los Claveles portuguesa fue la última gran revolución de la época dorada del fotoperiodismo —de la década del 1910 a la de 1970— y la primera de lo que la ciencia política ha bautizado como la “tercera ola de la democratización”, que empezó en el Sur de Europa a principios de los años setenta (Portugal, Grecia, España), se extendió por Latinoamérica y Asia a principios y mediados de los ochenta (Brasil, Argentina, Filipinas, Corea del Sur) y volvió a Europa a finales de los ochenta y principios de los noventa por el este y la unión Soviética.

Yo tenía dos años. No fui consciente del impacto global que tuvo la revolución de mi país, pero la revolución fue global en cuanto a lo que supuso para la infancia de mi generación. Crecimos en un país altamente politizado donde la gente se pasaba el día discutiendo sobre partidos y liderazgos. Nuestras ciudades estaban llenas de carteles y de posibilidades, y las elecciones eran celebradas como festividades sin una fecha fija en el calendario.

Ese 25 de abril de 1974 acabó con los diarios portugueses imprimiendo ediciones extras que afirmaban con osadía en sus portadas: “Este periódico no ha sido examinado por ninguna comisión de censura”. La gente había asaltado las sedes de la policía secreta. En los días que siguieron todos los prisioneros políticos fueron puestos en libertad. Para mi país, fue un día perfecto. Todavía lo sigue siendo.

Cuando era un niño la política trataba de las cosas buenas que estaban por venir. Durante un tiempo vivimos en el pueblecito de nuestros ancestros. El 25 de abril era el día en que los niños y las niñas del pueblo hacíamos carreras alrededor del pueblo; luego recibíamos nuestras medallas. En verano, el autobús municipal que pasaba por el pueblo paraba en una piscina con forma de alubia situada en una rica casa de campo que, según decía la gente, antes de la revolución había pertenecido al jefe de la policía secreta. Mi padre fundó junto a nuestros vecinos una cooperativa de pequeños propietarios agrícolas mediante la que compartían tractores y maquinaria. En días como estos la libertad adoptaba una casi realidad corpórea. Podías tocarla y sentir como te arropa.

Más adelante, a principios de la década de los ochenta, empezamos a recibir las visitas de la biblioteca móvil, una furgoneta con la parte trasera forrada de estanterías de libros. Cuando Portugal entró en la Comunidad Económica Europea nosotros nos subimos a nuestra propia furgoneta y atravesamos Europa para celebrar la boda de mi hermano en el otro lado del telón de acero (toda una historia, pero para otro día).

La revolución material de 1974 se construyó a partir de ideas que habían sido plantadas un año antes, en 1973, en el Congreso de la Oposición Democrática en la hermosa ciudad de Aveiro, situada en una laguna y atravesada por unos canales por donde circulan embarcaciones parecidas a las góndolas. Antes de que la policía pudiera reprimir a la oposición y disolver los debates pacíficos en los que estaba sumida, las ideas que se convirtieron en la base de la revolución consiguieron cristalizar en forma de un eslogan muy sencillo. Es lo que llamamos las “tres D”: democratizar, desenvolver, descolonizar; democratizar, desarrollar, descolonizar.

Las tres D nunca significaron lo mismo para todo el mundo. Los comunistas y los democristianos, la centroizquierda y la centroderecha; todos tenían su propia interpretación de lo que representaban, pero todos suscribían las tres D. Lo que una idea sencilla, que puede ser adoptada todo un conjunto de personas y desarrollada de manera particular por todos y cada uno de los individuos que lo forman, puede llegar a significar para un país es algo sencillamente transformador.

Todas las personas portuguesas de una cierta edad son productos de esta idea. Para mí y para mis hermanos las “tres D” significaron, sobre todo, educación. De niños, nuestros padres habían estudiado tres o cuatro años; todos nosotros obtuvimos títulos universitarios gracias a becas y a una matrícula prácticamente gratuita. Desde mi paso por la escuela primaria hasta mi doctorado en París, nunca tuve que pagar un solo céntimo para mi educación. Siempre me pagaron para estudiar.

A medida que el siglo XX llegaba a su fin y entrábamos en el XXI empecé a notar un cambio en el sentido de la política. Pasó a tener cada vez menos que ver con qué cosas buenas nuevas seríamos capaces de ofrecerle a la gente para centrarse cada vez más en quien podría contribuir menos: menos impuestos o menos recortes, austeridad estricta o su versión light.

No puedo evitar sentir que este retroceso es el origen de todos nuestros problemas. O bien encontramos la manera de avanzar hacia una nueva versión de las “tres D” —democratizar, desarrollar, descolonizar— que ofrezca a las persones mayores oportunidades para prosperar o cada vez más gente sucumbirá a la frustración y la desesperación que son el caldo de cultivo de los autoritarismos.