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La llegada del smartphone, los vehículos autónomos y la nube es sintomática de un cambio profundo que está reescribiendo la sociedad moderna desde adentro: la Cuarta Revolución Industrial. Las nuevas tecnologías prometen la solución a varios problemas, pero ¿son estas siempre una fuerza del bien? En la primera parte de una serie de tres, Paz Serra Portilla de EcoPolítica sostiene que hay que reemplazar el optimismo ciego con un debate público en el que los avances tecnológicos estén sometidos al control democrático y puedan ser cuestionados.

La Ilustración trajo el progreso y lo dejó anclado en nuestro imaginario político y económico. Desde ese momento, la tecnología ha aparecido como la clave, solución única y universal a todos nuestros problemas. Esto, unido al fenómeno de aceleración histórica al que estamos sujetos en el contexto actual, ha hecho que se sucedan las revoluciones industriales sin que apenas dé tiempo a asimilar sus rasgos y consecuencias. En apenas 10 años, se han solapado dos revoluciones industriales, si en 2006 eran las energías renovables y la tercera revolución industrial, en Davos en 2016 el director del Foro Económico Mundial Klaus Schwab introducía en la agenda la Cuarta Revolución Industrial. Los nanochips, el internet de las cosas, la robotización y la nube habían llegado para solucionar los problemas que habían causado las dos primeras revoluciones industriales y que ahora nos abocan al desastre inminente. Ahora bien, ¿es esto cierto? ¿Puede la tecnología sacarnos del atolladero? ¿O es sólo una forma más de empaquetar la confianza en el progreso? El año pasado, EcoPolítica  se propuso llevar este tema al debate público, cuestionando el axioma según el cual la tecnología es siempre buena y también abordando los límites materiales y de bienestar social de la revolución tecnológica.[1]

Repensar nuestra relación con la tecnología supone repensar nuestra relación con el entorno, con las personas que nos rodean, con el planeta.

En un momento en el que parece que por fin hemos decidido despertar a la realidad, según la comunidad científica nos quedan tan solo 11 años para mitigar los efectos del cambio climático y millones de estudiantes en todo el mundo nos llaman a convocar una emergencia climática, parece contradictorio querer sentar las bases de un debate calmado. Sin embargo, no por ello deja de ser necesario. Porque sí, como dice Greta Thunberg, la casa está en llamas y deberíamos entrar en pánico, pero no todo vale para apagar el incendio. Y, sobre todo, hace falta una mirada sistémica, que se atreva a abordar el problema en su escala planetaria; de lo contrario, estaremos ahondando en los patrones del colonialismo en un mundo post-colonial. Todos estamos de acuerdo en que no queremos más minas a cielo abierto en Europa. Pero, ¿quiere eso decir que para satisfacer nuestras necesidades industriales tenemos que importar minerales de China o la República Democrática del Congo? ¿Qué pasaría si las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) de los países se contaran no sólo por lo que emite su sector industrial, sino también por las que llevan aparejadas sus artículos de consumo?

Repensar nuestra relación con la tecnología supone repensar nuestra relación con el entorno, con las personas que nos rodean, con el planeta. Existen áreas en las que está justificado el optimismo tecnológico, por supuesto; no se trata aquí de tirar por tierra los avances en materia de desarrollo de nuevas fuentes de energía renovables o de eficiencia energética, por ejemplo, pero tampoco puede haber una fe ciega en la tecnología como solución a todos los problemas ecosociales a los que nos enfrentamos. La digitalización de la economía no puede usarse como excusa para no afrontar un giro hacia una economía de los cuidados, ecologista y feminista; y tampoco debemos olvidar que, como en toda medida económica o política, esta digitalización puede llevarse a cabo de manera justa o injusta. Debemos, por tanto, exigir una rendición de cuentas, un debate público en el que los avances tecnológicos estén sometidos al control democrático y puedan ser cuestionados.

Para empezar, ¿es materialmente posible que todos los habitantes del planeta tengan un smartphone o un ordenador personal? No es baladí que la revolución tecnológica se quiera siempre vincular a conceptos etéreos como la nube. Pero la realidad es bien distinta: el desarrollo tecnológico ahonda en la dependencia de minerales escasos, finitos y localizados en puntos muy concretos de la Tierra. Al mismo tiempo, la tendencia es a hacer los componentes de los equipos tecnológicos cada vez más pequeños, con cantidades tan ínfimas de ciertos metales que resulta imposible su reciclaje o reutilización. El avance tecnológico se hace a costa de convertir ciertas zonas del planeta primero en minas, luego en vertederos. Pero además, existe un esfuerzo ímprobo desde la industria en ocultar la realidad sobre la rapidez de las telecomunicaciones: las inmensas infraestructuras necesarias para el almacenaje de información, y las emisiones de CO2 que lleva aparejadas, por ejemplo, la conservación de los emails en nuestra bandeja de entrada. Pensamos en Internet como en algo que nos conecta sin cables, pero la realidad es que la información permanece almacenada en inmensos servidores y cada vez hay más cables en las profundidades de nuestros océanos. Esta imposibilidad material de hacer avanzar la revolución tecnológica ad infinitum es el marco sobre el que se asientan todas las demás consideraciones sobre los retos y oportunidades que plantea la Cuarta Revolución Industrial.

La digitalización de la economía no puede usarse como excusa para no afrontar un giro hacia una economía de los cuidados, ecologista y feminista.

Si atendemos a las tendencias que hasta ahora ha provocado la robotización en el mercado de trabajo, nos daremos cuenta que cada vez va a ser menos necesaria una masa de trabajo con cualificación intermedia, llevándonos a un mundo más desigual y polarizado. Si no se hace conservando la idea de justicia social como piedra angular del diseño de nuestras economías, la digitalización nos aboca a la precarización del empleo, la temporalidad y la ruptura de los patrones sobre los que se asientan actualmente nuestros sistemas de seguridad social. Ya se está viviendo con el trabajo en plataforma, la llamada uberización de la economía hace que se difuminen los márgenes de los derechos laborales; los avances tecnológicos están siendo utilizados para crear masas de falsos autónomos cuyos ingresos no son suficientes para mantenerlos por encima del umbral de la pobreza. Por tanto, la digitalización y la robotización parecen argumentos más que suficientes para cuestionar que se mantenga inalterable el contrato social que se firmó con la aparición del Estado del bienestar tras la Segunda Guerra Mundial. Y es que, ante las amenazas sobre la sostenibilidad del sistema de pensiones, por ejemplo, no podemos pretender responder con el mantra del pleno empleo, sino que parece obvio que es necesaria una nueva organización de los tiempos de trabajo o de la estructura de ingresos públicos. Si se quiere garantizar la justicia social en un tiempo en el que el pleno empleo aparece como algo inalcanzable, debemos dejar de vincular los derechos sociales a éste. Es necesario pensar en posibles soluciones, que van desde la reducción colectiva del tiempo de trabajo hasta la renta básica universal, que, desde luego, deberá financiarse con ingresos distintos a las rentas del trabajo. No poner en marcha estas soluciones supone dar la espalda a las personas más vulnerables al avance tecnológico.

Un avance tecnológico que va a poner en cuestión todo, desde quiénes somos como individuos o cuáles son los límites de la naturaleza humana, hasta qué comemos o cómo participamos en nuestros sistemas democráticos. Y es que, es cierto que la implantación del internet de las cosas, la aparición del smartphone y la hiperconexión permanente están causando problemas de aislamiento, pero ¿acaso no podría ser la tecnología utilizada para, a través de la simplificación de los procesos, garantizar más tiempo libre? ¿Qué pasaría si utilizáramos el tiempo que nos podría llegar a proporcionar el aumento de la productividad para el ocio y el debate colectivo? Ya tenemos ejemplos en ciudades como Seúl, San Francisco, Barcelona, Madrid o Grenoble de cómo las herramientas informáticas están favoreciendo procesos más participativos en la gestión pública, con un compromiso por la transparencia y la información a la ciudadanía. Para ello resulta imprescindible poner coto a las ansias de la industria, como en el caso de San Francisco, por ejemplo, que se convertía en la primera ciudad en prohibir la tecnología de reconocimiento facial sobre la ciudadanía. Se trata pues de utilizar la tecnología para profundizar en nuestros derechos ciudadanos, en los valores que también trajo consigo la Ilustración, como la presunción de inocencia, y no para lo contrario.

Lo relevante ahora mismo no es otra cosa que garantizar que el desarrollo tecnológico se produzca de manera inclusiva y coherente con los límites del planeta

No todo vale en el desarrollo tecnológico, a veces resulta obvio: ahí tenemos el consenso en la prohibición de los robots asesinos. Otras, es más difícil trazar los límites. Si el armamento de precisión permite aislar los objetivos casi a la perfección, ¿quiere decir eso que a partir de ahora vamos a entender justificadas las intervenciones militares en el extranjero? ¿Podemos justificar entonces los ataques con drones sobre líderes de organizaciones terroristas? En otras palabras, ¿estamos dispuestos a renunciar a los valores del pacifismo en pro de la seguridad? Creo sinceramente que la respuesta es no. Los grandes retos del siglo XXI sólo podrán responderse desde el respeto y la profundización y avance de los Derechos Humanos. Cualquiera que sea su generación.

Por todo ello, no sólo hacen falta más personas tituladas en ingeniería o ciencias para avanzar en la investigación y desarrollo tecnológicos. También hacen falta más filósofas, expertas en Derecho, o teóricas políticas capaces de ver más allá de la perfección matemática de un algoritmo, de introducir variables éticas en el desarrollo de vehículos autónomos, de anticipar posibles vulneraciones de derechos fundamentales o de contemplar el derecho de las poblaciones locales a decidir sobre su territorio.

El título de este artículo nos plantea la pregunta de si es deseable esta revolución tecnológica, y lo cierto es que eso ya da igual. Se está produciendo. Forma parte de nuestras vidas. Lo relevante ahora mismo no es otra cosa que garantizar que el desarrollo tecnológico se produzca de manera inclusiva y coherente con los límites del planeta, para que podamos al fin abandonar la idea de progreso aparejada al crecimiento, y el discurso se centre en la capacidad de vivir bien.

[1] EcoPolítica es un think tank ecologista dedicado a la difusión de las ideas de la ecología política en España. En 2018, publicó junto a la editorial Clave Intelectual el libro “La Cuarta Revolución Industrial desde una mirada ecosocial” en la que 10 autores ecologistas, menores de 35 años analizan distintos aspectos del desarrollo tecnológico.

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