A medida que las consecuencias del cambio climático son cada vez más difíciles de ignorar, algunas facciones de la extrema derecha están empezando a reconocer la gravedad de la situación. La incapacidad de las políticas convencionales para responder a los retos que supone el calentamiento del planeta puede generar frustración e impotencia entre la ciudadanía, lo que podría desembocar en un vuelco hacia unas ideologías y medidas nefastas.

La crisis medioambiental sigue avanzando hacia un estado de colapso ecológico. Ya se han sobrepasado seis de los nueve límites planetarios (y, de los tres restantes, dos aún están por cuantificar). Según se suceden los desastres, algunas personas, incluidas aquellas que ostentan posiciones de poder, intentan echar la culpa de los impactos ecológicos a quienes a menudo carecen de capacidad de acción y de recursos, con lo que se agravan aún más las desigualdades y la violencia creciente.

En mayo de 2022, un joven blanco de 18 años de edad disparó a trece personas en un supermercado situado en un barrio de mayoría negra de Buffalo, Nueva York (Estados Unidos). Once de las víctimas eran negras. El Departamento de Justicia de Estados Unidos investigó el caso como un delito de odio y un acto de «extremismo violento con motivación racial». Unos años antes en El Paso, Texas, cerca de la frontera entre Estados Unidos y México, un hombre blanco de 21 años abrió fuego contra una multitud «para matar mexicanos». Ese mismo año, en Christchurch (Nueva Zelanda), otro hombre de raza blanca abatió a 51 musulmanes en dos mezquitas distintas. En el manifiesto de todos estos agresores apareció un elemento común: la aparente preocupación por la degradación del medio ambiente, la migración masiva y la necesidad de restablecer el «orden natural».

Según Federico Finchelstein, «el fascismo es muchas cosas», pero puede definirse por cuatro elementos: 1) es dictatorial; 2) está ligado a la violencia y a la militarización de la política; 3) tiene sus raíces en la política del odio, el racismo, el antisemitismo y la demonización extrema de los otros; y 4) se basa en la desinformación y la distorsión de la realidad. Aunque Giorgia Meloni, la nueva primera ministra de Italia, denunció el fascismo en su discurso de investidura, ha pasado a formar parte de una marea de partidos políticos que guardan un vínculo estrecho con la ideología (neo)fascista. Viktor Orbán también ha sido acusado de emplear una retórica «nazi» y de impulsar políticas antidemocráticas. Al mismo tiempo, las agendas antiinmigración siguen propagándose, como ha ocurrido recientemente en Suecia, y la libertad de los medios de comunicación ha sido declarado un asunto problemático en muchos países europeos, como es el caso de Grecia.

El ecofascismo es una de las formas en que los asesinatos mencionados anteriormente y el fascismo en general se entrelazan con la crisis medioambiental. El ecofascismo crea una visión deformada y corrompida del ecologismo, una visión cuyas principales herramientas y soluciones son el autoritarismo, el nacionalismo y la pureza racial. Así, el ecofascismo legitima las medidas dirigidas al control de la población, la eugenesia, la reubicación forzosa de determinadas poblaciones en regiones vulnerables desde el punto de vista medioambiental y la consideración de las personas racializadas como una amenaza para el medio ambiente. El ecofascismo o nacionalismo verde no está limitado a una escala individual únicamente, sino que también se traslada a espacios políticos en los que el ecologismo de extrema derecha se promueve a un nivel político más amplio a través de figuras políticas como la de Marine Le Pen.

El ecofascismo reconoce la crisis medioambiental, pero prefiere centrarse en argumentos demográficos que promueven un control poblacional coercitivo y discriminatorio enfocado en comunidades que contribuyen más bien poco a la crisis medioambiental, en lugar de abordar la mala gestión de los recursos y las disparidades extremas que existen en el consumo de recursos. De hecho, los ecofascistas se ciñen al argumento de que la sobrepoblación del planeta hace necesario escoger entre evitar el estrés medioambiental o satisfacer las necesidades de todo el mundo. Sin embargo, este argumento simplista es erróneo por múltiples razones.

El ecofascismo reconoce la crisis medioambiental, pero prefiere centrarse en argumentos demográficos que promuevan un control coercitivo y discriminatorio de la población.

Este  discurso no toma en cuenta que el sistema alimentario mundial es capaz de alimentar a la friolera de 10 000 millones de personas, según las Naciones Unidas. Sin embargo, esto se ve socavado por dos grandes males que lastran el sistema. En primer lugar, cerca de un tercio de todos los alimentos que se producen acaba perdiéndose o desperdiciándose, lo que supone una presión innecesaria sobre los recursos y agudiza el hambre en el mundo. En segundo lugar, las pautas de consumo de los países ricos agravan el problema al apostar por alimentos de alto impacto como la carne. Estas prácticas no solo ejercen una presión injustificada sobre el entorno, sino que también comprometen la seguridad alimentaria de las poblaciones vulnerables. La mala gestión actual de los recursos (a veces planificada) crea una ilusión de escasez y, aunque existe una correlación entre el crecimiento demográfico y el estrés medioambiental, lo cierto es que no se trata de una relación causal directa. Si nos fijamos en los índices de consumo, los países de ingresos altos (como la mayoría de los Estados miembros de la Unión Europea, Estados Unidos, Canadá o Japón) consumen un 60 % más que los países de ingresos medios-altos y 13 veces más que los grupos de ingresos bajos. Aunque el crecimiento de la población  redujera su cota máxima y la alcanzara antes de lo previsto, la crisis medioambiental tan solo se puede abordar y resolver atajando el consumo excesivo y las desigualdades extremas.

Las conclusiones del argumentario ecofascista anterior también son contradictorias. Las voces de la extrema derecha que se preocupan por el hecho de que Europa Occidental tenga el índice absoluto de fertilidad más bajo y que reclaman medidas para incentivar a las mujeres a tener más hijos también suelen abogar por fórmulas discriminatorias de control demográfico de determinados grupos sociales. Tal y como explica Sophia Siddiqui, mientras la extrema derecha europea incentiva la capacidad reproductiva de las mujeres «autóctonas» con fines nacionalistas, otros grupos sociales sufren un retroceso en sus derechos reproductivos y son retratados como una amenaza demográfica. Por ejemplo, las clínicas de fecundación in vitro de Hungría que acaban de ser nacionalizadas únicamente ofrecen tratamiento gratuito a parejas que sean heterosexuales y estén casadas. Las mujeres gitanas fueron sometidas a la esterilización forzosa en la República Checa y Eslovaquia. Algunos partidos políticos, como la Agrupación Nacional en Francia  y Alternativa para Alemania, se han articulado en torno a la idea de que la civilización europea está amenazada por la inmigración, así como por el temor a un mayor índice de natalidad entre la población musulmana.

Lo que despierta la inquietud de los nacionalistas verdes no es el descenso de la natalidad, sino a quién corresponde dicho descenso, es decir, a la Europa blanca. Si el crecimiento demográfico fuera realmente su principal preocupación, entonces defenderían el acceso fácil, gratuito y universal a los anticonceptivos y el derecho al aborto. Del mismo modo, si la crisis medioambiental fuera realmente lo más importante, las políticas propuestas abordarían las causas medioambientales de la infertilidad, el hecho de que los países y los grupos de ingresos altos son quienes registran una mayor huella de carbono, y que veinte empresas de combustibles fósiles son responsables por sí solas de un tercio de las emisiones de gases de efecto invernadero a nivel global. Por último, si la preocupación real fueran las necesidades de las personas y la protección de los niños (no nacidos), entonces no habría niños refugiados muriendo ante las fronteras europeas.

La falta de financiación para mitigar el cambio climático y adaptarse a él, así como la explotación histórica, hacen que los países del Sur Global sean especialmente vulnerables a los impactos del cambio climático. Sus habitantes se ven obligados a abandonar sus hogares y comunidades por culpa de una serie de factores medioambientales que han hecho que sus condiciones de vida sean inhabitables. Estos factores medioambientales abarcan el cambio climático, las catástrofes naturales tales como inundaciones, huracanes e incendios forestales, y otros problemas medioambientales como la degradación del suelo, la desertificación y la escasez de agua. Hoy en día, la probabilidad de que una persona se vea obligada a abandonar su hogar debido a fenómenos climáticos extremos es el doble que la de que lo haga a causa de un conflicto. Un informe del Banco Mundial apunta que podría haber más de 216 millones de personas desplazadas por el clima para el año 2050.

El hincapié en la fortificación de fronteras y el gasto militar desvía recursos de la lucha contra las verdaderas causas de la migración climática como la degradación medioambiental y la explotación de los recursos naturales

Aunque esta cifra pueda hacer saltar las alarmas de los nacionalistas verdes por miedo a que la UE se convierta en el principal destino de las personas migrantes, cabe señalar que el 69 % de la población refugiada y otras personas necesitadas de protección internacional viven en países contiguos a sus países de origen. Antes de que Rusia invadiera Ucrania, solamente un país europeo figuraba en la lista de los diez primeros países de acogida. Los países con mayor población de refugiados, como Bangladesh, Pakistán y Sudán, son los mismos países que se verán más afectados por el cambio climático. El relato alarmista que suele imperar en el debate público en Europa oculta la verdadera realidad, y es que son los países más pobres y vulnerables los que asumen el impacto de la migración derivada del cambio climático.

El nacionalismo verde vincula el deterioro del medioambiente a la población, sin cuestionar la distribución de los recursos ni las dinámicas de poder que existen entre el Norte y el Sur globales, enmarcando así el control de la inmigración como una medida de protección del medioambiente, la llamada «gestión de fronteras ecológicas». Los nacionalistas verdes creen que la población que emigra por motivos climáticos supone una amenaza para el medioambiente y que hay que impedir su entrada a toda costa. Consideran la inmigración una amenaza para el «orden natural» y apoyan las políticas de la «Europa Fortaleza» que construyen muros y militarizan las fronteras. Todo esto refuerza la peligrosa ideología ecofascista y conlleva un aumento del gasto militar. De hecho, hoy en día las naciones ricas destinan el doble de dinero a blindar sus fronteras que a la lucha contra el cambio climático.

El presupuesto destinado a seguridad y defensa en el Marco Financiero Plurianual (MFP) de 2021 a 2027 duplica con creces el presupuesto anterior. El MFP se acordó mucho antes de la invasión rusa. El mayor incremento presupuestario se observa en el Fondo Europeo de Defensa, con un aumento descomunal de la financiación de un 1256 %. El presupuesto del Fondo de Seguridad Interior aumentará en un 90 % hasta alcanzar los 1900 millones de euros y los fondos para agencias como Frontex aumentarán en un 129 %, hasta los 9600 millones de euros, lo que resulta preocupante desde las perspectiva de los derechos humanos.

El hincapié en la fortificación de fronteras y el gasto militar desvía recursos de la lucha contra las verdaderas causas de la migración climática como la degradación medioambiental y la explotación de los recursos naturales Esto no solo agrava el problema de la migración climática, sino que también perpetúa las desigualdades y los desequilibrios de poder que la provocaron en un principio. Es necesario reconocer la complejidad de la crisis climática y asumir que exigirá unas soluciones complejas.

Cassidy Thomas sostiene que ciertas ideologías de extrema derecha, como el ecofascismo, atraen a la población joven que ha crecido con el cambio climático pero ve que los gobiernos no han abordado la crisis como es debido. Según Thomas, las narrativas ecofascistas pueden dotar a la población de un «objetivo vital» y una «llamada a la acción», aunque sea hacia unas soluciones nefastas. De ahí que en este contexto sea necesario recurrir a unas narrativas más deseables desde el punto de vista social.