La crisis económica que estalló en 2008 puso a Europa ante las cuerdas. Debía elegir entre apostar por las políticas de cohesión social, solidaridad y democracia que le hicieron superar los traumas de la segunda guerra mundial y convertirse en un territorio de paz, estabilidad, seguridad y bienestar, o resolver la encrucijada en defensa de los grandes intereses financieros olvidándose de los valores que le vieron nacer.

El resultado es conocido. Optó por la segunda opción, y con ello traicionó no sólo sus propios principios, sino las bases de adhesión y confianza social que necesita cualquier democracia. El movimiento de los indignados en España, La nuit debout en Francia, los brancosos en Portugal y otros similares gritaban al sistema que ya no les representaba y cosechaban la simpatía de buena parte de la población. En España, del 80%.

Las movilizaciones terminaron, pero la confianza de la sociedad en el sistema está lejos de haberse recuperado. Cada una de estas protestas se plasmaban en clave nacional, pero nadie obviaba que el contexto europeo jugaba un importante papel. Y si alguien dudaba, allí estuvo el despiadado ataque a Grecia para dejar claro quién manda aquí y en beneficio de quién jugaban las instituciones europeas. Hoy vemos a líderes comunitarios pedir disculpas por lo que allí se hizo, pero el daño será difícil de superar en términos de confianza y legitimidad democrática. Puede pensarse que estos problemas no son sólo de la Unión Europea, sino que los comparte también con los Estados miembros, y es cierto. Lo diferente de la dimensión comunitaria es que a estas encrucijadas añade las suyas propias, lo que hace que tanto el diagnóstico como las soluciones sean más complejas.

Es en este contexto de crisis de eficacia, y por lo tanto de confianza y legitimidad en la política – tanto en los Estados miembros como en las instituciones europeas-, donde se están produciendo desafíos de notable magnitud. La revolución tecnológica, la crisis demográfica y el enorme reto que supone el cambio climático coinciden en un momento en que buena parte de la población se siente desprotegida, vulnerable y temerosa. Pero la transición es inaplazable, y cuanto más tardemos, más difícil será. La dimensión del cambio que necesitamos no puede hacerse de espaldas a la ciudadanía ni puede obviar los criterios de justicia y cohesión social. Los chalecos amarillos en Francia son buena prueba de ello. La pregunta fundamental que debemos hacernos desde el punto de vista de la Unión Europea es, ¿cómo pueden abordar las instituciones comunitarias una transición múltiple y de enorme ambición como ésta sin generar el rechazo de la población o el resquebrajamiento de sus instituciones?

Europa debería convertirse hoy en un laboratorio permanente de innovación democrática

Para entender la dimensión del reto hay que tener presente que el debate sobre los déficits democráticos de la Unión Europea es tan antiguo como su propia creación. Lejos de superarse, se ha visto profundizado por la gestión de la crisis hecha desde el año 2008 y cómo ha sido percibida por parte de la ciudadanía, como se explicaba más arriba. Me atrevería a decir que hoy los principales problemas que arrastra la Unión Europea y que le pueden impedir acometer estas transiciones se agrupan en dos grandes bloques:

1.- Falta de sentido de pertinencia que cohesione un “demos”: Aunque hay notables diferencias entre los Estados miembros, en muchos de ellos Europa no se percibe como algo cercano capaz de resolver los problemas. A esto ayuda en muchas ocasiones que buena parte de las alusiones en los medios de comunicación tienen que ver más con restricciones y problemas que con noticias en positivo, y por si fuera poco, la UE sigue siendo ininteligible para buena parte de la población que no alcanza a entender ni sus fines ni los medios necesarios.

2.- Ausencia de un relato común basado en unos valores compartidos: Los valores sobre los que se articularon los tratados han sido cuestionados o directamente violados con una gestión de la crisis económica que olvidó la solidaridad y la cohesión social como principios fundamentales. Hoy sabemos que una de las principales herencias de la gestión de esa crisis ha sido el incremento de la desigualdad. El abandono que Europa ha hecho de sus valores en los peores momentos de la crisis dificulta todavía más la ya de por sí complicada construcción de un relato compartido. La crisis de los refugiados puede ser un buen ejemplo de esto.

¿Qué puede hacer la Unión Europea para alcanzar el grado de legitimidad y adhesión que requieren los desafíos a los que se enfrenta? Me atrevo a lanzar sugerencias para el debate con ánimo de que nos sirvan para avanzar en la solución de los problemas anteriores.

1.- Necesitamos que la ciudadanía se apropie de Europa. En línea con lo que plantea Rosanvallon, esto supone dos grandes retos: transformar las instituciones para hacerlas permeables a las inquietudes, estados de ánimo y propuestas de la ciudadanía, y fortalecer la sociedad civil para que pueda ser parte del proceso. La participación y la co-creación de las políticas públicas hoy deberían ser la prioridad para todos aquellos que quieran defender la democracia. Los mecanismos de participación que existen -al igual que pasa en muchos Estados miembros-, no son eficaces y fracasan en su intento de servir de cauce de expresión y participación de la sociedad. Valga un dato: De las 84 Iniciativas Ciudadanas Europeas propuestas desde el año 2011, tan sólo 4 han prosperado. Es el momento de la innovación política para favorecer una mayor apropiación de la política por parte de la ciudadanía. Europa, que ha sido capaz de crear eso que Delors llamaba un OPNI – Objeto Político No identificado -, debería convertirse hoy en un laboratorio permanente de innovación democrática.

conformarse con una democracia representativa liberal de baja intensidad es tanto como renunciar a los propios valores europeos

2.- Construir un relato compartido sobre la base de los valores europeos: Uno de los principales ataques que está recibiendo hoy la Unión Europea por parte de nacionalpopulismo está dirigido a los valores. No cuestionan las instituciones europeas, pero sí su espíritu de cooperación y los valores sobre los que se asienta el edificio europeo. Cuestiones básicas como la solidaridad se cuestionan rechazando políticas migratorias, valores como el pluralismo son puestos en entredicho con discursos excluyentes y asuntos que creíamos superados como la igualdad de género vuelven a ser objeto de debate ante algunas propuestas de la extrema derecha. Es fundamental implicar al conjunto de la Sociedad europea en la construcción de este relato común y poner el acento en los valores.

En definitiva, ante los desafíos que Europa tiene ante sí, conformarse con una democracia representativa liberal de baja intensidad es tanto como renunciar a los propios valores europeos y a la idea de una democracia avanzada y abonar el terreno para que la extrema derecha gane adeptos. Sin embargo, el abordaje de estos desafíos, si se hace bien, puede convertirse en una oportunidad para resolver también problemas previos que subyacen a la historia de la construcción europea.  Esto es lo que nos jugamos en los próximos años.