La conmoción pronosticada como consecuencia inevitable de nuestro régimen de acumulación ya se cierne sobre nosotros. Hoy en día no solo nuestra política y nuestras instituciones parecen estar viniéndose abajo, también lo hacen todos los aspectos de nuestra vida cotidiana. ¿Cómo podemos existir en una época en la que las perturbaciones se agravan y multiplican de diferentes formas? ¿Podemos concebir maneras de trabajar con y a través de estas perturbaciones, fomentando la libertad precisamente cuando parece estar más amenazada?

¿Cómo está la vida ahora mismo? La perturbación, entendida como «un desgarro, un estallido, una separación forzosa en varias partes», parece estar a la orden del día. Abordar a grandes rasgos una época de esta forma nos permite englobar cualquier forma de movimientos y emociones, plasmándolos en lo que el crítico cultural galés Raymond Williams denominó una estructura de sentimiento: «la cultura de un periodo […] el resultado vivo en concreto». Estas estructuras tienen el poder de acentuar el desarrollo histórico, determinar silenciosamente cómo se entiende y, hasta cierto punto, dirigirlo. 

Allá por 1983, Williams describió «un mundo mucho menos seguro y mucho más imprevisible», un mundo marcado por las turbulencias de la década de los setenta y la amenaza existencial que los movimientos sociales suponían para el orden capitalista fordista. Bautizada como la «era de la incertidumbre», este desasosiego generalizado resultó ser un caldo de cultivo para que más adelante los fundamentalistas del mercado conmocionaran las economías nacionales hacia un nuevo orden globalizado. 

Priced Out: The Cost of Living in A Disrupted World
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Frente a ello, el neoliberalismo de la tercera vía surge como el gallo del corral: sofisticado, dinámico, flexible, fluido. Sus partidarios se alzaron para enfrentar el cambio del milenio con el compromiso del siglo y la promesa de evitar la fricción ideológica a favor de la madurez tecnocrática. Su evolución desde su forma combativa original hacia su estética lustrosa de los años 90 marcó​​, en palabras del economista político Will Davies, «el desencanto de la política por la economía». 

Los terremotos institucionales definieron la década de 2010 —desde la crisis financiera hasta el Brexit, pasando por Trump y las turbulencias en el mapa de partidos políticos establecidos en toda Europa—,  perfilando la lenta degeneración del neoliberalismo en… algo distinto. Pero el desconcierto percibido no es lo mismo que el desconcierto vivido. La inflación pospandémica ha situado los ámbitos más privados (el hogar y lo cotidiano) al frente del debate público. Asistimos a una convergencia de la protesta, las crisis políticas y los impactos medioambientales que repercute en espacios muy personales como la compra semanal, el camino diario al trabajo y el pago de las facturas. 

La era de las sacudidas 

Es posible identificar tres frentes distintos de perturbación. El primero, y el más obvio, es el caos provocado por el aumento del costo de la vida y la crisis energética. Actualmente la inflación en la Unión Europea supera el 10 % y los gobiernos europeos han destinado 500 mil millones de euros a intentar amortiguar el golpe de las facturas energéticas, que se han triplicado. Resulta fácil olvidar que estas tendencias son anteriores a la invasión de Ucrania por parte de Rusia. Su supuesta naturaleza temporal, una cantinela a la que recurren los actuales políticos en apuros, principalmente, se ve desmentida por múltiples factores. En la medida en la que la inflación se debe a la demanda pospandémica, esto es el fruto de la expansión de los mercados en nuevos territorios —la llamada «propagación zoonótica»— y el previsible resultado del «efecto rebote de nuestra desequilibrada relación con la naturaleza». Los economistas han planteado argumentos similares que achacan la inflación a un conjunto de crisis medioambientales (desde la sequía en Europa este pasado verano a las olas de calor, las inundaciones, las heladas e incluso las plagas de langostas) que han contribuido a la interrupción de la cadena de suministros y al aumento acumulativo de los precios de forma impredecible y generalizada. Solo podemos garantizar una cosa: a medida que los choques climáticos empeoran, la probabilidad de experimentar inestabilidad macroeconómica aumenta y, con ella, todo un arsenal de microconsecuencias. 

Asistimos a una convergencia de la protesta, las crisis políticas y los impactos medioambientales que repercute en espacios muy personales. 

Las políticas climáticas se han contextualizado siempre como un intento por evitar precisament estos impactos medioambientales y todas las consecuencias económicas que conllevan. No obstante, hace mucho que se rechazaron los itinerarios suaves de transición y desarrollo de resiliencia. Las intervenciones estatales para dejar atrás los combustibles fósiles e incentivar un cambio de comportamiento son hoy en día, por necesidad, más radicales, y una segunda forma perturbación en sí mismas. Los esfuerzos recientes de Robert Habeck, vicecanciller y ministro de Economía alemán, encaminados a abandonar la dependencia del país de las importaciones de gas ruso (animando incluso a sus ciudadanos a reducir su consumo doméstico) han contribuido al resurgimiento de la ultraderecha de Alternative für Deutschland (AfD) y su vieja crítica a la transición energética como el proyecto ideológico de un ecologismo metomentodo. Proliferan las acusaciones de una «dictadura climática» y la AfD está azuzando la preocupación ante la perspectiva de un Wutwinter (invierno de la rabia). Las restricciones de la pandemia constituyen aquí un precursor relevante, igual que en España, donde Vox (su homólogo de extrema derecha) arremete contra la «dictadura progresista» de centro-izquierda y contra «todas las leyes que atentan contra la libertad».  

Por lo tanto, la amenaza que auguraban los gilets jaunes franceses en 2018-2019 sigue siendo considerable. En un contexto de desigualdad y tensiones inflacionistas prolongadas, así como en ausencia de un programa destacado de redistribución y reformas, las políticas medioambientales pueden enfrentarse a una reacción airada. Incluso intervenciones más acordes con la injusticia sistémica que las subidas de impuestos se exponen a una profunda hostilidad. Un ejemplo de ello es  la reordenación del espacio vial para fomentar los desplazamientos a pie y en bicicleta que se ha acelerado últimamente en las principales ciudades europeas: desde el sueño de Anne Hidalgo de un París de 15 minutos a las superilles (intersecciones recuperadas) de Barcelona y los Kiezblocks de Berlín. El beneficio social de estas iniciativas las hace muy populares, pero la alteración de los patrones tradicionales de consumo las arrastra a una familiar polémica cultural. En Reino Unido, concretamente, ni todos los enfoques positivos sobre estos proyectos —«barrios con poco tráfico» o «calles diseñadas para las personas»— han conseguido evitar una oleada de ataques furiosos entre una minoría de detractores. Las críticas se basan en una interpretación errónea de la magnitud del número de personas afectadas (según la mayor parte de las encuestas, la mayoría de la gente no se sienten molestas por estas iniciativas), así como en la transmutación de una política para incentivar un tipo de movilidad en una negación autoritaria de derechos. En otras palabras, la negación del derecho a conducir libremente un vehículo con motor de combustión interna por una ciudad densa y saturada. 

La historiadora política Annelien De Dijn ha contrastado esta noción de libertad —«poder hacer lo que uno quiere sin interferencias del Estado»— con su predecesora demócrata, la «libertad de los antiguos», cuyos ejes son el gobierno autónomo y la extensión del empoderamiento colectivo. Aunque a este lado del Atlántico no haya ninguna invocación a la libertad que contenga la misma carga de derechos políticos, la devoción por tal modelo de libertad tan privado, cuya piedra angular son los derechos de propiedad, limita la capacidad de acción del «gran Estado verde». Se estima que los cambios de conducta son decisivos para lograr los dos tercios de la reducción de emisiones requerida y así alcanzar el objetivo cero. Esto hace que los gobiernos que no tienen ningún deseo de interferir en los hábitos tradicionales de consumo (nuestro «modo de vida imperial») se hallen ante una contradicción imposible. 

La tercera y última perturbación es la más calculada: la interrupción deliberada de los medios de subsistencia por parte de ciertos grupos sociales con fines políticos y económicos. Los activistas medioambientales son los ejemplos más evidentes, y cada vez son más quienes rechazan el civismo de la última década y se lanzan a intromisiones cada vez más creativas. Debemos atribuir parte del mérito a Andreas Malm y su Cómo dinamitar un oleoducto, un argumentario demoledor a favor del sabotaje en el seno de un movimiento con un fidelidad casi espiritual a la estrategia de la no-violencia. La oleada actual de activismo se caracteriza por una desesperación creciente que se puede observar en el  a un Monet en Potsdam, la cementación de los  durante una sequía en Toulouse, el bloqueo del tráfico en Berna y la  en Turín. Otros continúan con actividades legales pero cada vez más hostiles, como las arengas de Green New Deal Rising a políticos en eventos públicos, haciendo gala de una «autenticidad juvenil» en estado puro, y obligando a sus objetivos a «elegir un bando» mientras toman videos movidos con la cámara del móbil . La clave de esta táctica radica en la disociación entre el objetivo y la audiencia, y es que la mayoría de nosotros podemos identificarnos con los conductores o, incluso, con las bellas artes, pero no con los políticos. Cuanto menos popular sea la persona, más cómoda se siente la audiencia. 

Las intervenciones estatales más radicales para dejar atrás los combustibles fósiles son una perturbación en sí misma.

Estos actos siguen siendo desiguales e inconexos, al menos en la forma en que se perciben de manera colectiva, como un batiburrillo de instigadores desacertados. La reacción del público suele ser emocional, desde el enojo por las insinuaciones morales de quienes bloquean las carreteras (que tú, conductor, eres culpable) y la gran ofensa de las sensibilidades culturales y liberales ante los ataques (prácticamente inofensivos) contra el arte, hasta la manida afirmación de que estas perturbaciones acaban por «entorpecer la causa» (en lo que en realidad es a menudo una pobre imitación de empatía). Las reacciones en Internet muestran ambos extremos. Las amenazas de una violencia desenfrenada se codean con promesas nihilistas de quemar aún más combustible el día siguiente por despecho. Unos «masoquistas haciéndose pasar por sádicos», ​​como dice Richard Seymour. Otros, espectadores principalmente, se han mostrado más bien indiferentes, e incluso extrañamente curiosos; una incómoda conciencia política desarrollándose a tiempo real. Cuando el mensaje de los activistas climáticos está teniendo un impacto, este parece coincidir con el contundente llamamiento y la consigna decididamente populista que Davies profirió: «¡Parad, nos estáis matando!”» 

Por último, avanzan en paralelo las huelgas de trabajadores a lo largo de toda Europa, respondiendo de forma directa a la crisis del costo de la vida, pero dispuesta a ampliar sus reivindicaciones más allá de las luchas industriales y sectoriales y de la política parlamentaria, y expandiendo la infraestructura de sus campañas en consonancia. Por ejemplo, la campaña Enough is Enough («Ya basta») impulsada por los sindicatos de Reino Unido tiene una serie de reivindicaciones que van más allá de los salarios y comprenden la seguridad alimentaria, la vivienda pública y los impuestos sobre el patrimonio. El movimiento reunió medio millón de simpatizantes en su primer mes, en una muestra del reto que puede suponer, junto con los activistas climáticos, para un Partido Laborista que cada vez está adoptando posturas más conservadoras. El giro hacia luchas industriales con carácter político revela un cambio estratégico más amplio entre partes de la izquierda, que se alejan del populismo del «Nuevo Pacto Verde» y se centran de nuevo en el antagonismo y las relaciones de fuerzas. Mick Lynch, el secretario general del sindicato ferroviario británico, irrumpió a finales de verano en una avalancha de apariciones en medios de comunicación con consignas sin ambages como «los trabajadores no deberían tener que suplicar». Esto es una perturbación en forma de última llamada a la democracia en un momento en el que todas las formas de agencia política o económica se han agotado o se encuentran estrechamente limitadas. Sin embargo, los sindicatos también cuentan con la importante baza que es su técnica retórica: hablar de intereses. Si bien es cierto que los activistas climáticos no disponen de esa misma capacidad instrumental directa, pueden aprender de ello de todas formas. 

El poder del consumo, un consuelo vacío 

Llamar la atención sobre estas conmociones recientes y sus secuelas personales no implica pasar por alto el gravísimo trastorno cívico de la década anterior. No debemos menoscabar la devastación material generalizada provocada por la crisis financiera y la ortodoxia de la austeridad europea que le siguió, desde la degradación de los servicios públicos al estancamiento de los salarios, ni tampoco debemos minimizar las consecuencias más personales de la pandemia. La novedad es la imposición del desconcierto socioeconómico actual, a nivel del conjunto de la sociedad, sobre los mismísimos derechos que el capitalismo neoliberal se suponía que iba a garantizar. 

Para comprender esto debemos reconocer que, por mucho que el análisis político se preocupe por las experiencias y el movimiento de «votantes», la verdadera subjetividad principal en la sociedad contemporánea es la del consumidor. En Hegemony Now, Jeremy Gilbert y Alex Williams sostienen que la alianza política que apuntaló el neoliberalismo se sostuvo gracias a un acuerdo a favor del «consentimiento del consumidor» según el cual los ciudadanos eran recompensados con nuevas formas de ocio y alternativas de estilo de vida a cambio de la pérdida de comunidad, de la democracia en el lugar de trabajo y de visiones de progreso social a largo plazo. 

Toda política debe ser también política de catástrofes.

Un claro ejemplo de esto en la actualidad es el afán de la ciudadanía por traducir los grandes momentos económicos presumiblemente públicos —como presupuestos estatales, reformas financieras o programas políticos— en cuestiones privadas basadas en el consumo. No se trata solo de un discurso individualizado, sino de su reducción a una pura cuestión de poder adquisitivo (pouvoir d’achat en francés, utilizado como equivalente a costo de la vida), allanando el camino para las repetidas promesas políticas de mantener «tu dinero en tu bolsillo». El resto de cuestiones relacionadas con el poder, la riqueza y la distribución se desestiman como asuntos etéreos, reservados a una esfera pública distante. De forma similar, el mundo del trabajo se postula no como el lugar de intersección con los sistemas de producción, ni como la organización de los trabajadores que tiene lugar en él, sino como el facilitador de ese allanamiento banal y brutal de la experiencia humana que es la idea de «ganarse la vida». 

Gilbert y Williams concluyen señalando que «el consentimiento de la población al programa neoliberal hegemónico dependía de la capacidad de dicho programa de ofrecer una expansión continua de la capacidad de consumo de la ciudadanía». También hizo cómplices por defecto a las personas, que si bien se beneficiaban de un estatus y consumo relativamente altos, eran más o menos incapaces de escapar la omnipotencia de la cultura adquisitiva tal y como se presenta en la publicidad, la televisión (ahora las redes sociales) y la comunicación política. The Salvage Collective ha defendido que la «tragedia del trabajador es que, mientras trabaje para el capitalismo, cavará su propia tumba». La doble tragedia es que estamos imbuidos en este telos acumulativo; la noción de «antropoceno» implica que estamos todos cerca del final. 

Esa capacidad de consumir cómoda y libremente, un remanente de los privilegios de los ciudadanos en el marco del neoliberalismo, se ve ahora amenazado gravemente por las fuerzas disruptivas del impacto climático, la ruptura política y los conflictos sociales. La ultraderecha autoritaria en España, Suecia e Italia (el único país de la UE en los que los salarios han disminuido desde la década de 1990, así que conocen la decadencia neoliberal mejor que la mayoría) ha recurrido al discurso del orden en las últimas elecciones, prometiendo, entre otras cosas, atajar la inmigración, derrotar a «los enemigos de la civilización», aumentar la financiación de la policía y evitar la corrupción general de la «gente normal» y de los valores tradicionales. Sin embargo, tal y como señala Kojo Karam, es probable que las economías europeas sigan descubriendo en sus propias carnes cómo funciona realmente el capitalismo en los llamados mercados emergentes, pese a los grandes esfuerzos por aislar el «jardín» europeo de la jungla que, según los diplomáticos, lo rodea.

Un catalizador para el cambio 

Parece así que lo que importa no es si habrán perturbaciones o no, ya que parece evidente que así será. «En el siglo XXI, toda política es política climática», escribieron los principales promotores del Nuevo Pacto Verde estadounidense en el año 2019. La triste deriva de ello es ahora, tan solo unos años después, evidente: toda la política debe ser también ​​política de catástrofes. De cara a salvar cuanto nos sea posible, los interrogantes más importantes ahora mismo son: ¿Cómo se siente este desconcierto? ¿Qué propósito lo promueve? ¿Qué intereses protege? Y, ¿de quién? 

«Fin del mundo, fin de mes». Dos batallas, opuestas en el pasado y convergentes en la actualidad.

Para los ecologistas y la izquierda, trabajar en medio de este caos supone negarse a minimizar este antagonismo y el papel de este ecologismo cada vez más divisorio. Los partidos consolidados, tanto en el poder como en la oposición, pueden dar una cobertura institucional considerable a las fuerzas disruptivas mediante la cualificación y la justificación de sus actos, corroborando la valoración lúcida del desesperado caos económico y medioambiental al que se enfrentan, la insuficiencia de tácticas alternativas más respetables y, en definitiva, la sensatez de sus demandas. Si hubiéramos actuado cuando la gente dijo que debíamos actuar, si el sistema hubiera cambiado cuando la gente dijo que debía cambiar, entonces no estaríamos donde nos encontramos ahora. A la vez, es posible condenar actividades y objetivos concretos. De hecho, esta selección legitima el principio de algunos tipos de disrupción deliberada. Tal y como han descubierto los estudios citados por Malm y otros, ni siquiera una reacción negativa en contra de los manifestantes perjudica necesariamente la causa. Un flanco radical recluta activistas, «siembra los granos» de la agenda y hace que otros actores parezcan más razonables. Una estrategia bien planteada (dirigida a las infraestructuras de explotación y producción y a las emisiones de lujo, que tenga en cuenta el análisis racial y de clase y que haga concesiones a grupos vulnerables) puede dividir a la opinión pública de formas políticamente productivas, al igual que algunas huelgas laborales que han sido sorprendentemente populares este verano pasado. 

Otra vía de acción pasa por incidir en el «hedonismo alternativo» de las iteraciones más utópicas del Nuevo Pacto Verde. Los nuevos modos de vida que sean capaces de contrarrestar y adaptarse a la perturbación no necesitan derrotismo; más bien precisan de algo que podríamos llamar recostismo. Más lujos públicos, un mejor ocio y, por supuesto, menos trabajo: estos pueden ser los principios compensatorios del decrecimiento material. Dado el rol del consumo como dotador de agencia en la cultura neoliberal, las políticas medioambientales que van ligadas a la liberación y la democratización resultan muy atractivas. Los ecologistas no necesitan una hegemonía ni un «bloque histórico» para empezar a plantear todo esto. Iniciativas locales como las superilles de Barcelona recuperan las intersecciones entre calles no como lugares bonitos sino como espacios verdaderamente sociales y públicos. Nuestra crisis es producto del desmantelamiento de las instituciones democráticas, de lo que se deduce que la acción y el empoderamiento distribuidos son un importante resultado de la justicia económica, algo que las perspectivas estatales de los nuevos pactos verdes consideraban una debilidad

Por último, los Verdes no deberían pasar por alto el papel del voluntariado cívico como una manera menos intrusiva de conducir a una transformación conductual, sin suavizar un ápice la crítica a las élites. Tal y como reflejó la pandemia, la sensación del esfuerzo colectivo (mientras pudo mantenerse) permitió que los gobiernos pudieran confiar en el cumplimiento ciudadano de las restricciones en un grado que excedió las expectativas libertarias dominantes. Una vez más, pedir algo con amabilidad no está exento de riesgos políticos, como Habeck está descubriendo en Alemania. Sin embargo, será esencial incluir algún tipo de «limitacionismo» en cualquier programa ecosocialista, y bajo las condiciones adecuadas es posible que dé prioridad a la solidaridad por delante de la imposición. 

«Fin del mundo, fin de mes». Dos batallas, opuestas en el pasado y convergentes en la actualidad. Todavía quedan historias impactantes por contar sobre lo que nos ha traído hasta aquí, por qué nos sentimos como nos sentimos y cómo podemos abrirnos paso entre los escombros.