En 1997, una decadente villa industrial del norte de España, inmersa en una profunda crisis económica, ambiental y social, inauguró la vanguardista sucursal del museo Guggenheim diseñada por Frank Gehry. Hoy, Bilbao disfruta un entorno urbano amable con sus ciudadanos y atractivo para los visitantes. El ‘Efecto Guggenheim’ se convirtió así en un fenómeno de éxito mundial: demostraba que un macroproyecto arquitectónico podía transformar un modelo de ciudad. ¿O no?

En el margen sur de la ría de Bilbao, se extiende una explanada por la que cientos de turistas se hacen ‘selfies’ con sus teléfonos móviles. Los paseantes hormiguean alrededor del edificio de titanio que allí se erige, futurista y orgulloso. Veinte años atrás, este terreno era una fábrica en ruinas, y las únicas cámaras fotográficas que entraban a la ciudad capturaban la pieza requerida de maquinaria industrial, antes de que sus dueños se apresuraran a coger el avión de vuelta a su lugar de procedencia.

El ‘efecto Guggenheim’ obtuvo la admiración unánime de arquitectos, gestores y urbanistas, y se estudia como ejemplo de regeneración en Universidades de todo el mundo. Un único edificio, con vocación cultural, protagonista absoluto del paisaje urbano, y con la firma de un arquitecto estrella, había cambiado los solares por parques, las factorías por museos y en definitiva, había revitalizado una ciudad periférica en declive hasta convertirla en un centro de encuentro global, limpio y armonioso. Sin embargo, el éxito no ha sido tan sencillo de replicar, y otros proyectos similares en ciudades postindustriales no han alcanzado el impacto previsto. Analizamos las causas.

El ‘Efecto Guggenheim’ original: ¿un único edificio transformando toda una ciudad?

En 1991, los gestores de Bilbao tenían un gran problema sobre la mesa. El sector metalúrgico y la industria naval, que durante décadas habían sido el motor de desarrollo de la economía bilbaína, daban señales de agotamiento, y la ciudad se enfrentaba al riesgo de acabar siendo un gris despojo de hollín y suciedad. Cuando la solución más sencilla parecía ser reflotar el modelo de producción que tanta riqueza había traído, se decidió dar un giro en la esencia de la ciudad hacia un nuevo nivel cultural y de servicios, con la idea de invertir para ello buena parte del dinero del que aún gozaba.

Por las mismas fechas, la Fundación Guggenheim buscaba un modo de expandirse más allá de su sede en Nueva York. Tras varios intentos frustrados en América y Europa, Thomas Krens, Director de los Museos Guggenheim, puso sus ojos en España, un país en plena primavera cultural. Coqueteó con Barcelona, Sevilla y Santander, pero Bilbao ofrecía un cóctel ideal: una ciudad rica, necesitada de un revulsivo, y un consenso político sin parangón. Eran tiempos de acuerdos en el País Vasco: el pacto de Ajuria Enea  había reunido en 1988 a todas las fuerzas políticas contra el terrorismo de ETA, y la sintonía entre la sociedad civil y sus representantes era mayor que en otras regiones. Las voluntades se encontraron y, tres años después, se firmó un acuerdo que desembocaría en la inauguración del edificio el 18 de octubre de 1997.

El plan de regeneración, sin embargo, era mucho más profundo, e incluía muchos proyectos más allá de la inauguración del museo. Además de otras infraestructuras de autor, como el aeropuerto de Santiago Calatrava o el metro de Norman Foster, Bilbao emprendió una estrategia urbanística integral y coherente bajo el paraguas de la sociedad de capital público Bilbao Ría 2000, aún en funcionamiento. El enfoque situaba al ciudadano bilbaíno en el centro de las prioridades, de forma que fuera el mayor beneficiado de las reformas de los antiguos espacios industriales. La mejora de la movilidad sostenible a través de una red de tranvía, la expansión y creación de zonas verdes, la coordinación con la inversión privada y el empoderamiento de los locales para desarrollar iniciativas propias fueron algunos de los elementos del paquete de medidas que acompañaron al Guggenheim.

Además de generar una ciudad eficiente, vivible y limpia para sus propios ciudadanos, con el capital intangible que ello conlleva, la regeneración urbana se tradujo también en cifras. Según cálculos del museo, su presencia contribuye con 424,6 M eurosanuales al PIB de Bilbao, y proporciona más de nueve mil puestos de trabajo[1]. Los eventos culturales organizados en la ciudad, que apenas llegaban a los ochenta anuales antes de la inauguración, ahora son más de mil. El ‘efecto Guggenheim’, en Bilbao, es una historia de éxito.

Interpretación errónea del éxito de Bilbao

Los impresionantes resultados de Bilbao animaron a autoridades locales de todo el mundo a apostar por un edificio singular de índole cultural para revitalizar su economía. En España, el ejemplo más evidente de esta ‘fiebre Guggenheim’ fue el millonario complejo creado en Valencia bajo el nombre de Ciudad de las Artes y las Ciencias, diseñado por Calatrava. Santander, por su parte, trata de recuperar el terreno perdido con la inauguración este año del Centro Botín, del arquitecto Renzo Piano. Otras ciudades europeas de perfil post-industrial como Glasgow, Varsovia o Göteborg han emprendido proyectos similares. Más de 130 ciudades se han dirigido en estas dos décadas a la fundación Guggenheim para explorar las posibilidades de fundar una nueva sucursal. La ciudad de Lodz, en Polonia, incluso se puso en contacto con Frank Gehry para pedirle una réplica exacta del edificio bilbaíno para albergar una sala de conciertos.

No obstante, los resultados han sido discretos, en el mejor de los casos, y desastrosos, en la mayoría. Uno de los pocos ejemplos positivamente valorados es el caso del Baltic en la ciudad de Newcastle, y hay que destacar que la villa del Tyne ya estaba embarcada con anterioridad en una fase embrionaria de regeneración urbana. Por lo demás, la mayoría de estas inversiones millonarias no han revertido en una mejora de la ciudad en términos sociales, culturales, ambientales o económicos. ¿Cuál es el motivo de este fracaso generalizado?

Si indagamos en los factores comunes de estos proyectos, vemos que comparten una serie de ‘misconceptions’ que impiden su éxito. En primer lugar, como ya se ha mencionado, Bilbao disfrutaba de un consenso político sobre el modelo deseado de ciudad que hizo posible un planeamiento a largo plazo independientemente de los resultados electorales, algo que no es fácil de encontrar en la mayoría de las administraciones locales. Los grandes proyectos son así concebidos como un atajo político a corto plazo para reemplazar un planeamiento urbano congruente, que requeriría de una estrategia a largo plazo. El gestor local se ve acorralado por la presión del ‘eligibility check’ y opta por impulsar un plan de revitalización basado únicamente en una infraestructura cultural visible y que lleve su sello inconfundible, con lo que la política urbanística se ve afectada por un sesgo cortoplacista en busca de aprobación y dinero rápido. Ello lleva a la financiación de la parte visible del cambio, dejando aparte la parte invisible. Se erige el símbolo pero falta todo lo demás.

El enfoque situaba al ciudadano bilbaíno en el centro de las prioridades

El otro gran malentendido reside en la finalidad con la que se construye la infraestructura. En un contexto en el que las ciudades se ven a sí mismas como corporaciones que compiten en un mercado internacional[2], en el que han de pugnar por los recursos y desarrollar una marca global, los gestores identifican estos proyectos como una oportunidad de potenciar la imagen de la ciudad de cara al exterior y convertirla en una referencia a escala mundial. Una causa concurrente de estos fracasos es la valoración del rendimiento publicitario que generará el proyecto por encima de la mejora urbana sostenida. Por ejemplo, en Valencia, el modelo buscaba atraer la mirada del mundo a golpe de talonario, situando la construcción de la infraestructura cultural en el mismo plano que la promoción de una visita del Papa en 2009, la organización de la Copa América de Vela o la creación de un circuito urbano de Fórmula 1.

En el caso de Bilbao, el ‘branding’ apareció como beneficio colateral, ya que la ambición siempre residió en mejorar la calidad de vida de los locales. La clave que se suele olvidar en el análisis del caso de Bilbao es que esta mejora se articuló sobre todo a partir del conjunto de actuaciones complementarias mencionadas, y no por el edificio en sí. Para que el proyecto ejerza su efecto catalizador, es fundamental la escolta de un plan de ciudad sólido, con la máxima prioridad en sus habitantes. Así, el ‘efecto Guggenheim’ ha proporcionado un pretexto para que otros gestores promuevan faraónicas estrategias de revitalización basadas únicamente en la proyección de una infraestructura cultural de autor. La filosofía “pon un starquitect en tu vida” se suele esconder bajo una gran apuesta por la cultura, pero son pocos los casos en los que la promoción top-down de la misma ha arraigado en el tejido social: ni siquiera se puede decir que el propio Guggenheim haya aportado un gran valor adicional a la cultura de raíz de Bilbao: de más de un millón de visitantes anuales, los habitantes de la provincia constituyen el 10%.

El problema de la malinterpretación del ‘efecto Guggenheim’ no se reduce a su eventual inocuidad. En ocasiones, además, ha traído consigo deficiencias adicionales que han causado daños a los habitantes de la ciudad afectada.

En primer lugar, los límites a la decisión de emplear los fondos públicos para ejecutar una inyección financiera de este tipo son muy laxos, al tratarse de una opción política. Gran número de las decisiones de una autoridad local (licencias, tasas, autorizaciones, etc.) están regladas, pero los márgenes de discrecionalidad se amplían considerablemente en estos contratos singulares, lo que dificulta el control por parte de los órganos competentes y, en último término, del contribuyente. La construcción de macroproyectos de autor ha estado ligada demasiado a menudo a escándalos de corrupción, resultando de ellos la comisión de delitos con cuantías millonarias, tanto por cargos electos como por empresas adjudicatarias. En otros casos más livianos, los sobrecostes sobre el presupuesto original han multiplicado hasta por siete el coste previsto a las arcas públicas. La inversión desordenada dejó cifras desoladoras en el mencionado proyecto de la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia, en términos de ocupación y sobrecostes (el coste estimado al inicio del proyecto era de 175 millones de euros, que se convirtieron en más de 1,200 millones a la conclusión). Un problema adicional que se ha observado también en otras ciudades españolas como Zaragoza (pabellón de Zaha Hadid) o Santiago de Compostela (Ciudad de la Cultura) es el del mantenimiento. Al no encontrarse integrada en el tejido de la ciudad, la infraestructura por sí misma no soporta los costes sucesivos que exige y termina abandonada.

La construcción de macroproyectos de autor ha estado ligada demasiado a menudo a escándalos de corrupción

En el caso de países como España o Italia, deben considerarse las urgencias económicas de las administraciones locales. El régimen de financiación local deja poco margen de maniobra a los ayuntamientos, que tienden a ver el urbanismo como una de sus pocas propias fuentes de ingresos a través, por ejemplo, de la concesión de licencias. Este panorama de escasez los ha llevado a sumarse a las nuevas formas de financiación de las infraestructuras, como es el caso de las PPPs, que, si bien en abstracto pueden ser un instrumento muy útil para integrar el capital privado en proyectos de relevancia pública, en la práctica han llevado con frecuencia a una cierta confusión entre los intereses público y privado, y, como se ha mencionado, a comportamientos corruptos. Ambos aspectos (la escasez de recursos y la corrupción) convergen en el planeamiento urbano, que se ve reducido a su naturaleza de gran fábrica de dinero, un terreno abonado para los macroproyectos ruinosos. A este respecto, no todos los ayuntamientos presentan la hoja de servicios de Bilbao, que ocupa el número 1 en el ranking elaborado por Transparencia Internacional España, que analiza 80 indicadores relacionados con la información y participación de los ciudadanos, así como aspectos económico-financieros, de contrataciones y subvenciones, urbanismo, obras públicas y medio ambiente.

Otra dimensión problemática de esta concepción errónea puede darse con la gentrificación de los barrios afectados por el proyecto. En pocas palabras, la creación de un nuevo espacio protagonista incide al alza en el precio de la vivienda en su perímetro, con lo que los vecinos que allí viven pueden verse desplazados por el alquiler vacacional o el inversor. Esta situación produce una sensación de desposesión por parte de los ciudadanos locales. De este modo, el nuevo espacio no penetra en la dinámica urbana y queda aislado de la conciencia de los ciudadanos. Como corolario, esta tendencia se puede acentuar si el nuevo espacio no resulta asequible en términos económicos y artísticos: en lugar de la cercanía buscada, se produce una elitización de la cultura, lo que redunda en el peor de los casos en una desatención de la cultura de raíz por parte de las instituciones.

Por último, una cuestión que muchos analistas señalan es la pérdida de la dimensión del proyecto. Los gestores se pueden llegar a ver tan absorbidos por la nueva infraestructura que terminan adaptando el planeamiento urbano al edificio, y no al revés. Como hemos comentado, este enfoque suele reflejar una falta de coherencia urbanística que conlleva problemas de diversas índoles, que van desde una desacertada ubicación de la construcción hasta conflictos de competencias entre órganos de la administración o con las administraciones regional y estatal, pasando por el abandono de proyectos millonarios por no haber producido el efecto esperado.

Una oportunidad para aprender

En conclusión, podemos afirmar que el ‘efecto Guggenheim’, orgullo de los gestores de Bilbao, nació de una rara confluencia de factores. El gran edificio tuvo un impacto relativo en los habitantes locales, siendo sobre todo la ocasión perfecta para implementar un paquete de medidas que a diferencia del tótem, sí estaban orientadas hacia los ciudadanos bilbaínos. El museo resultó un magnífico símbolo que ayudó a visualizar el esfuerzo que se realizó para regenerar la ciudad. Sin embargo, las sucesivas malinterpretaciones por parte de otras ciudades han sido mayoritariamente erróneas, por centrar el foco en el proyecto arquitectónico en vez de en una planificación urbana plena. Esto no significa que el ‘efecto Guggenheim’ sea una falsa leyenda, pero como los buenos libros, requiere de un lector que sepa sacar las conclusiones adecuadas.

La visión tradicional de la administración urbana consiste meramente en la buena gestión de los recursos económicos, sociales y culturales propios, pero en un escenario global, donde las escalas de gobernanza local, nacional y mundial están cada vez más entrelazadas, se pueden crear alianzas con entes públicos y privados de todo el mundo para una mejor política urbana. El marco político-jurídico actual de la UE favorece estas alianzas, pero deja a las administraciones locales a su suerte y ventura. A pesar de su potencial para generar proyectos y lugares de vida tanto ilusionantes como desastrosos, la ciudad como tal se encuentra ausente del debate de la UE. Se habla de instituciones, de Estados miembros y de regiones, pero la gobernanza europea empieza en las ciudades, que son proveedores inmediatas de transporte público, educación, policía y demás servicios esenciales. Las ciudades europeas, añejas y vividas, tienen dificultades para competir con sus pujantes rivales de otros continentes, y fruto de su ansiedad, arriesgan con proyectos que a veces resultan nefastos. En este contexto de vacío normativo y competitividad por las alianzas, la implicación de la UE para que sus ciudades emprendan proyectos de forma responsable y sosegada, sin perder de vista el interés general, se antoja fundamental.

 

[1] Fuente: Museo Guggenheim Bilbao

[2] Sobre el ‘city branding’, ver HALL T. & HUBBARD, The entrepreneurial city: new urban politics, new urban geographies?, 1996 P.ANHOLT, S. Competitive Identity, 2007, y DINNIE, K. City Branding: theories and cases, 2011, entre otros.